Has dejado de susurrarme que quieres destruirme. Me apuntas con el revólver y, ya que no tengo prisa, piensas que lo nuestro es para toda la vida. Aunque me mates y me hundas con la viga en la ciénaga, seguirás pensando que yo fui la alondra del poema. Qué cursilada. Por eso, me aborreces y lo entiendo, pero no puedo evitar esas rimas contagiadas de Coelho.
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