Fuente: Mundiario |
Hay una tendencia marcada en las producciones de Kalandraka a ese rendido tributo a la infancia como un tiempo y un espacio perdidos. Quien escribe, ahora que ya no puede regresar a ese lugar, a ese momento, convierte sus palabras en una elegía de lo que significa "ser niño", pues la fugacidad de la vida impone al creador ese severo anhelo. El poemario De los álamos al viento, de Ramón García Mateos, expresa esa sensación de orfandad que supone el tiempo presente, cuando la necesidad de recordar la época vivida en la niñez se sirve de la añoranza, de pasajes irrepetibles (donde los ausentes regresan) y también de las costumbres ascentrales, y así se busca la inocencia salvaje y desnuda del niño, un niño que mira al universo con capacidad de asombro y de incertidumbre: "A la rueda/ que juegue y que juegue: ya llega la noche/ soñando claveles" (pág. 36).
La sencillez del verso, enfatizando el poder evocador del ritmo popular, encierra, no obstante, un complejo crisol de experiencias compartidas con el lector que reconoce en el trabajo de Ramón García Mateos esa sobrecogedora presencia de la naturaleza en lo cotidiano, en las rutinas del juego, en la memoria ancestral de quien canta al niño generación tras generación, como si el símbolo, la palabra dicha a partir de la contemplación del paisaje, pudieran invocar la espontaneidad, el sobresalto, la danza en torno al fuego, los dibujos de tiza, la estrofa que sostiene la memoria pese a los años: "Aire que me lleva el aire/ en tu sonrisa volandera/ tu risa de niña blanca/ aire que el aire me lleva" (pág. 15).
Las rimas se dejan llevar por la cadencia de la propia palabra, sin ambages, sin excesos de adjetivación, sin necesidad de explicar el mundo desde los detalles, sino desde la propia carnalidad, desde su esencia primigenia, recurriendo a símbolos comunes en muchas canciones populares, en muchas rimas de pliegos sueltos: "Eres blanco silencio/ de luz y luna/ como paloma al viento/ su voz te arrulla" (pág. 8). De hecho, las ilustraciones de Fernando Vicente describen ese mundo con un trazo espontáneo, casual, sin pretensiones de adorno o simbólicas. Los niños, las hojas, las manos, los caminos, por ejemplo, se convierten en esas representaciones, más acá de lo simbólico, nada distantes, reconocidas por todos, para que las canciones de García Mateos rescaten, desde su ardua sencillez, el perdido mundo que tanto añoramos según pasan los años, aunque la infancia haya sido una infancia dura y merecedora del olvido: "Dale el aire al laurel/ se le secó la rama/ y no pudo florecer./ Cuentan que hubo una dama/ más hermosa que el sol/ argentada de amores/ desdicha y aflicción" (pág. 23).
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