Los camaleones flotaban despacio con la
música de Bramhs. Cerca de Las chicas de Roxy, borrachos y filósofos se
rompían la cara por un sutil silogismo. Chisty Mack envolvía sus
juguetes de látex, resonancias explícitas de Príapo entre sus suaves
manos, a la par que escuchaba los pasos intrigantes del asesino de la
cuchara.
No recordaba que un tipo así comulgara
con la calaña de Los Soprano, pero la realidad siempre supera la
ficción. Sin darle demasiada importancia al peligro inminente, sorbió el
aire, terminó su trabajo y se lavó con fruición, pensando en las
escamas de sal que habían adornado el exquisito plato de arenque.
El asesino cruzó el umbral y Cristy
Mack, reposando el alimento sobre el colchón de espuma, abrió su boca y
aquella preciosa circunferencia sobre la piel pálida atrajo, como un
agujero negro inagotable, toda la materia que por alrededor residía; los
camaleones y su terrario, la esplendente música de Brahms, el sutil
silogismo y el asesino de la cuchara al que el médico le recetaba Prozac
para resistir los envites de su infancia.
Luego,
tras dejar que el placer la embargara con un endeble sueño de insecto,
alzó su figura y clavó su tacón de aguja sobre la alfombra de piel
humana. El crepúsculo aún era demasiado hermoso para arrasarla.
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