jueves, 9 de octubre de 2014

Rodolfo Fogwill, la chica punk, la escritura y el bar de las calaveras pulidas

Rodolfo Fogwill.

  Sobre la una me encontré con Fog en Las calaveras. Había sorbido la mandrágora del fondo del vaso y parecía más consciente todavía de la realidad que lo asolaba. Lo estreché y sentí ese temblor primitivo que lo caracteriza y que propulsa su escritura automática, siempre tan desafiante. Hace rato que estaba pensando en la chica punk, fijando su mirada en otra joven que bebía con amigas. Estaba sentada al fondo y Fogwill, clarividente y extasiado, me acompañó con un tewi y su verbo fácil.

  Me dijo, valiéndose únicamente de oraciones simples y atributivas, que la chica punk se parecía mucho a esa china que brindaba con las otras chinas lejos de la barra, que había un punto cárdeno en el escote de aquella virgo que le recordaba al Aleph, de Borges. Como si en ese hueco se juntaran el cielo y el infierno, el puerto y la península. La observé con detenimiento y su piel enrojecida por alguna virtud congénita o por esa viva luz que se filtraba a raudales era apetitosa, tan apetitosa como indecente.

  Le respondí, tragando ansioso, que la piel de la piba ciertamente era como la escritura del propio Fog, cautivadora e inclemente con los sujetos. No le gustaban demasiado los cumplidos, pero, a todo escritor le gusta que le doren la píldora. Fogwill se echó a reír y se marcó un estribillo de una canción para afirmar que todo lo que vemos es tan artificial como accidental, que la realidad es una mentira voraz, que la china y sus amigas existían como existen los dragones y los buenos novelistas. O sea. La china era tan falsa como la honradez de un congresista, un efecto hipnótico del que yo también me había contagiado.

  Le insistí en que la chica estaba allí de veras, con su cuello de garza y sus labios gomosos, capaces de derribar a cualquier macho con una mera insinuación succionadora. Fogwill se quedó perplejo; anotó algo en su servilleta con un lápiz marrón que sacó de algún bolsillo de su trenca. La china se levantó a fumar y yo la seguí con la mirada mientras Fogwill escribía incesantemente. Le dije que se perdía lo mejor; unos andares de jamelga indomable que nada envidiaban a los de la chica punk y él me pasó entonces la servilleta para desparecer unos segundos más tarde sin pagar.

  Leí con calma lo que había escrito y sonreí. No había escrito nada el pufo. Había dibujado un pene y a un enano. Firmó Fog y entonces el telón de la realidad se fundió ante mis narices. Comenzó a llover afuera y los camareros salieron a recordar qué era aquello de la lluvia después de tantos meses de sequía. Seguro que el negro era el color favorito de aquella china que regresó al mundo de los vivos con intención de conquistarlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Tu Opinión es Importante, Deja Tu Comentario: