jueves, 9 de octubre de 2014

Impresiones sobre un camino que he recorrido con mis hijos al atardecer


  Hemos cruzado el umbral y la arena ha llenado los depósitos. El óbolo cayó al vacío y las hogueras prenden en las cumbres. Has comprobado que los zorros se sumían en la oscuridad que palpita tras el cáñamo. Mis hijos me cogen de la mano y el sendero no concluye. La casa de las gaviotas está sospechosamente encendida. Una serpiente ha dejado su muda entre los rastrojos. Uno de mis hijos prueba el bocado de sangre y las cenizas se convierten en brasas.

   Los hombres que adiestraron a estos caballos enfermos han emigrado a tierras prósperas. Eran los tiempos hermosos de las cosechas. Ahora que la luz se apaga y nos cuesta respirar, mi hijo más pequeño me acerca la llama. Le tiemblan los dedos. Cuando soplo, la llama sigue viva. No estoy contigo ni con nadie, aunque pueda caminar despacio. No estoy muerto. He querido que mis hijos viesen mi rostro consumido, su lívido reflejo sobre las aguas. ¿Qué me aparta ahora de la muerte? No eres digno de que entres en mi casa así que los perros persiguen la sombra que se pliega en otros caminos colindantes.

  No hay más eco que este fuego recién incendiado. No basta que mis manos intenten recoger más frutos podridos. La noche nos ha consagrado a aceptar la pérdida.

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