lunes, 29 de septiembre de 2014

Un relato antropológico sobre la lucha de los hombres

Mi artículo en Mundiario sobre el cine de John Ford.

Fotograma de Centauros del desierto.

  Me pide un amigo que escriba sobre el cine de John Ford. Pero yo no soy más que un cinéfilo que ha conocido a los clásicos en VHS y DVD. Hijo de inmigrantes irlandeses, John Ford ha sido sobre todo una escuela literaria para mí y cada una de sus obras se define como una extraordinaria lección antropológica. Una vez Steven Spielberg aseguró que Centauros del desierto es esa película que ha inspirado todos sus trabajos hasta el momento. Es cierto y de hecho algunos planos de Salvar al soldado Ryan coinciden con los de Centauros.

  Cuando me refiero a escuela literaria y a lección antropológica, declaro que el cine de Ford tiene las virtudes del artista que consigue que su técnica resulte espontánea, que todo lo que narra fluya con naturalidad, con los excesos y recursos retóricos justos para que la película nos involucre en su historia y también en su dimensión de espectáculo. Inolvidables relatos sociales son Las uvas de la ira o Qué verde era mi valle. Todo lo que fluye en el cine de Ford fluye acorde a un ritmo interior semejante al de la vida misma, con una honda preocupación por los espacios desérticos en el caso de sus westerns que acaban por determinar la conducta de los personajes y de la comunidad en la que viven. Fort Apache, Centauros y La legión indomable recuerdo en estos instantes.

  Su cine es un relato sobre las fronteras, sobre la difícil convivencia entre culturas que someten y aquellas que son sometidas, una visión de la incesante lucha del hombre americano por la conquista. Qué puedo decir de Río Grande por ejemplo.

   A Ford lo mueve una pulsión romántica cuando caballos y caravanas cruzan el desierto, cuando, detrás de la anécdota y los enfrentamientos entre vaqueros e indios, encontramos ese mensaje mesiánico donde el western es símbolo del éxodo del pueblo judío, la llegada a la tierra prometida. Los ancianos, como el propio Moisés, mueren antes de pisar el umbral de ese territorio glorioso por el que tanto se han sacrificado. Los bailes, el costumbrismo, la ironía de los diálogos, la crudeza de la supervivencia en la soledad de los collados, la mano de una mujer que abre la puerta para buscar a un hombre mientras la cámara registra el desierto blanco de la América más inhóspita. Todo eso es John Ford, Pedro, amigo.

  Siempre me sorprendió de este director su capacidad para describir con una limpieza exquisita los paisajes abruptos, los relieves marcianos de un mundo que no parece reconocible, en el que caballos y hombres, en simbiosis con ese suelo infernal, luchan por unas creencias. Porque Ford, con su carácter intransigente y excéntrico, era ese poeta que continuamente trabaja para encontrar la excelencia de un cine donde lo importante es la aventura más que cualquier otro aspecto. Sin saberlo, en esa búsqueda de la aventura, su estética es sublime en cuanto a técnica, aunque a veces parezca tosco, porque a él le puede el mensaje y el entretenimiento, y, para lograr esas virtudes, se implica inconscientemente en unos encuadres idóneos, en unos planos increíbles como en La diligencia.

  Me gusta el cine de Ford porque se inspira en una visión del ser humano que no renuncia a la brutalidad, a la violencia, ni a la compasión. Instintos primarios que subliman los personajes a través de misiones  odiseicas. Su cine no tiene espacio ni tiempo y eso lo convierte en clásico. Trabajador incansable, herido en la Batalla de Midway, John Ford es un lenguaje en sí mismo que define los orígenes míticos del imperialismo que gobierna nuestro mundo.

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