No es la primera vez que escribo sobre John Berger. He leído Fotocopias, publicado por Alfaguara, y asombra esa forma de relatar en la que cuento, ensayo, pintura y teatro se fusionan en un género único, colmado de experiencias sensitivas. Berger es el ejemplo claro de que, para hacer buena literatura, no hace falta un desarrollo narrativo extenso, sino todo lo contrario, intenso, centrípeto, porque la capacidad poética prima sobre lo sustantivo y lo descriptivo.
Fotocopias es una serie de cuentos ambientados en Europa, en diversos países donde Berger parece haber asimilado, no una experiencia vital en sí, sino una experiencia sensorial que traduce en una analogía literaria y pictórica. Las anécdotas, los equívocos, los diálogos y las descripciones de los personajes adquieren esa religiosidad, entendida no como creencia, sino como búsqueda de lo trascendente, de lo simbólico, de ser aquello que carnalmente no representamos: "La fotografía, escribió él una vez con su letra maternal, es un impulso espontáneo, resultado de estar perpetuamente mirando, que atrapa el instante y su eternidad" (pág. 75).
Los personajes de Berger interpretan un rol asignado por el Universo, una manera de estar, donde lo traumático aparece como una revelación que convierte al personaje en aquello a lo que ha sido predestinado: "Dominado por la rabia y la pena, Mohammed se puso finalmente de pie, se fue a casa y lloró. Se negó a ver a nadie durante tres días. Luego tomó la decisión de hacerse revolucionario. Una decisión a la que no ha renunciado nunca." (pág. 101).
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