Hannah Montana ha traicionado la infancia de mis hijos.
Hoy acabo de tomarme el Anafranil y me siento con ganas de confesar, querido Dios, que Hannah Montana era la hija que todo ultracatólico quería. Era esa niña monina, con pelo largo y ondulado, con ojos llenos de brillantes cabriolas y con un desparpajo tan natural que Oprah Winfrey parecía una alumna. Hannah Montana era ese símbolo de la clase media donde cada travesura escondía la moraleja de un versículo bíblico, donde la América del psicokiller y de los restaurantes con caimán a la parrilla no existían. Hannah Montana era la América de los institutos con pasillos color a chicle y taquillas impolutas, lejos de las masacres de Columbine y de la música fatal de Marilyn Manson.
El padre de Hannah Montana era un tío guapo, a lo baywatch, con vaqueros que marcaban paquetillo y una media melena que recordaba a esos actores porno de los ochenta. Hannah Montana era también la reina de la fiesta que a toda adolescente con espinillas y ortodoncia fascinaba, esa dancing queen que asquerosamente gana todos los concursos de belleza infantil en los colegios privados donde los profesores molan y son calvos. Como buen producto Disney, la madre de Hannah había muerto y eso nos encogía el corazón como en Nemo y en Bambi. Pero se jodió el invento y la novicia adolescente se ha transformado en esa copia mala de Britney Spears, en ese álter ego de Lady Gaga, pero con menos látex y cuero, en una alumna aventajada de la Madonna más provocativa, pero lejos del talento de discos como Erotica o Ray of light.
Miley, reina de los selfies en las redes sociales, es un símbolo del consumismo choni cutre (piercings en lengua, calcomanías, tinte rubio platino y rapada de barbero de barrio) que no aporta nada a la música actual ni a la futura. Sus canciones tienen la misma base y la misma melodía que las de Disney, pero con letras de consejero matrimonial. La lista de productos como Miley es inmensa porque la sombra de Madonna es alargada: Keisha, Selena Gómez, Lady Gaga, Rihanna, Nicki Minaj. Todas parecen diferentes, pero son el mismo producto. Todas tienen ese aura de adolescente que llega a casa tarde, visten ropa antisistema de Dior y no escatiman a la hora de mostrar muslamen. Romances, robados, ligoteos y un fondo de armario lleno de escándalos ficticios alimentan su personalidad rebelde, una personalidad destinada a que su público infantil imite sus formas y vicios inventados. Así que las niñas de papá y algunos hijos mob consumen y consumen ese lifestyle made in America.
Lo que más me preocupa es ese envejecimiento prematuro al que se somete a estas adolescentes, disfrazándolas como chicas del Bar Coyote y maquillándolas con Titanlux. Tacones de aguja para niñas de Bachillerato que acabarán posiblemente como pacientes de primera clase en terapias de grupo. Ejemplos no nos faltan.
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