Fotografía de Yougo Jeberg. |
Una sensación de eternidad que se consume lentamente conforme retiras la mirada de esos encuadres. Azarosos encuentros entre jóvenes que acusan la nostalgia de unos espacios inmersos en una luz amarillenta que no anuncia ni el día ni la noche. Plasma de claridad que los envuelve en una turbadora sedación, en un duermevela donde otras visiones que no conocemos parecen extenuarlos. Jóvenes ebrios de esa momentaneidad irrepetible desaparecen en la inmensidad de aparcamientos y dunas. Sus cuerpos acaban por hundirse en la resonancia de una incandescencia cuyo origen ignoramos.
Todo es liviano. Sucede que los trabajos de Yougo Jeberg me recuerdan tanto a los de Diana Airbus y Daido Moriyama. Al observar cada fotografía, sé que que yo viví esas mismas circunstancias que embriagan a los protagonistas. Las historias nos suenan y es dichosa esa vida que se describe, con más olvido que preocupaciones.
Felices glorias de unos antihéroes frágiles, endebles, aún asombrados por la belleza de la carretera y de los backstages que esconden esos escenarios que, sin darnos cuenta, nos exploran desde su inerte simbología: gasolineras, picnis, estanques, columpios, playas al atardecer, aparcamientos. Sensaciones que se disgregan aparentemente cuando cada foto de Yougo Jeberg aparece ante nosotros como esa experiencia perdida y que luego recuperamos con ansiedad, porque no somos nosotros quienes habitan esa luz enojosa, ese pálpito de breve eternidad. Porque esa experiencia alguna vez se repitió en nosotros y no queremos aún deshacernos de ella.
Nostalgia. Necesidad de regresar al lugar en el que los jóvenes se desnudan para ausentarse del mundo, siempre bajo un recelo de luz pacificadora. Con esa concentración de energías que se produce cuando es enunciado el cuerpo, se alinea el deseo sensual de participar en la orgía de tantas miradas inquietantes que se cruzan. Una orgía de abatidos maniquíes que esperan a que el crepúsculo los sumerja en su absoluto vacío, a diseminarlos en la antimateria, a llevarlos de la mano hasta un acelerador de partículas para que, a la máxima velocidad, vuelvan a colisionar con nosotros. Nosotros, que no somos más que imágenes continuamente reflejadas sin intención a cada paso. Restos de seres ambulantes que envejecen, extractos de algún texto sagrado que nos evoca junto al polvo lunar. Yougo Jeberg, háblanos del cielo.
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