Fotograma del film Nueve semanas y media. |
Considero la novela Nueve semanas y media (Tusquets, 2012), de Elizabeth McNeill, como un trabajo extraordinario de sobriedad poética por su carácter fragmentario, por esa capacidad de síntesis para describir los estímulos sexuales, la hipersensibilidad que causa la embaucadora percepción del otro. El otro es quien nos fascina, nos somete y nos empuja a explorar desconocidas sensaciones que interpretan el dolor bajo el aprendizaje de un placer contenido, inhibido aún por la dinámica de las convenciones.
El morbo es un lenguaje y ese lenguaje está tratado con una sensibilidad que mide el pulso y las exhalaciones en los puntos y las comas. Frases cortas, concisas, cargadas de un contenido que nos involucra enseguida en el tratamiento febril de los cuerpos que se aman, atraídos por una extrema necesidad de superar los límites de la norma. El sadomasoquismo se convierte en esa manera de asumir la frustración, de sublimar la podredumbre de unas vidas demasiado corrientes. En algunos momentos, la película de Adrian Lyne, estrenada en 1986, logra ese efecto del lenguaje fragmentario que utiliza McNeill. La elipsis y la capacidad para sugerir trasciende el relato pornográfico porque no se trata de conseguir la excitación como un desahogo momentáneo, sino buscar en la escenificación de la liturgia que la fantasía domine el contacto físico y jamás se olvide.
La violencia perturbadora que se aloja en las intenciones del varón son demasiado exigentes y arriesgadas para ella que, sin embargo, no desea una relación convencional basada en el afecto, en la confianza, en la madurez de dos personas que se conocen poco a poco. Ella abandona, huye, prefiere persistir en la turbación del recuerdo, en la memoria de esa humillación adictiva, excitarse con los restos que quedan de esas fantasías cumplidas, porque enamorarse puede ser la abolición de ese radicalismo, de esos rituales que describe en su diario como prolongación de esos orgasmos increíbles.
Me encantó ese telón de fondo de los objetos en las habitaciones para reflejar el aislamiento de unos personajes que buscan su identidad en un mundo confuso. Objetos que definen la personalidad, la conducta indómita de quienes necesitan salir de la rutina para asegurarse que no son igual que los demás, que no solamente sobreviven en su trabajo, con sus amigos, en la familia. Ella quiere romper con ese absurdo narcisismo que eleva a la mujer a relaciones ideales propias del Cosmopolitan y él, desde la invención y el dolor, enciende por fin el celo de la joven hacia la vida. Hacia la escritura.
"Hay un pequeño frasco de cola para maquillaje, con un cepillo sujeto a la parte interior de la tapa. Estoy perpleja: no soy capaz de determinar si la cola debe ponerse en el fondo de la barba y el bigote o en la piel.Finalmente, unto una capa fina en el forro, que parece de lona, y me coloco el bigote bajo la nariz. Me hace cosquillas; parece sacado de una representación de teatro preuniversitario y me pongo a reír ruidosamente". (pág. 96).
"A veces me preguntaba, en abstracto, cómo podía el dolor excitarme tanto. (...), cuando el que infligía dolor era él, la diferencia entre el dolor y el placer se oscurecía de tal forma que los transformaba en dos lados de una misma moneda: sensaciones de diferente calidad, pero con el mismo resultado, igualmente intensas; ambos estímulos eran igualmente poderosos y capaces de excitarme" (pág. 105)
"Cuando terminábamos de cenar, se iba a la cocina a lavar los platos y preparar el café -un café abominable, invariablemente-, que llevaba al salón en una bandeja: una cafetera, una taza, un plato, una copa de brandy. (Al mes de conocernos, aunque soy completamente adicta al café, terminé por pasarme al té)". (pág. 71).
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