Pinturas rupestres de la cueva de Chauvet. |
Pocos directores se han adentrado como Werner Herzog en el análisis de la condición humana, en la descripción de la creatividad más alumbradora y aquella que guarda el horror y el miedo más atávicos. Nadie como Werner Herzog para comparar la estética de una ópera de Wagner con las pinturas rupestres de la cueva de Chauvet.
El documental La cueva de los sueños olvidados (2010) intenta explicar el origen de estas representaciones pictóricas con más de treinta mil años de antigüedad. En ese "intenta" comienza la fascinación porque lo que conmueve es esa forma poética que Herzog, sin perder su objeto de estudio, ejerce sobre la propia experiencia de la búsqueda. Lo ha hecho siempre en sus películas, pero sus documentales destacan sobre todo por esa profundidad literaria y antropológica con la que dota a la anécdota (Mi enemigo íntimo, Las campanas del alma, El país del silencio y la oscuridad). Así el misterio no es solamente lo que se revela, sino también la estrategia para revelarlo: voces en off, interdisciplinareidad artística, entrevistas, monólogos, música contemporánea y, por supuesto, unos planos meditados que nos sumergen en lo inefable, en una sensación de orfandad que nos aisla y nos permite comprender nuestra singularidad como especie y también nuestra ínfima consistencia en el cosmos.
Como si en cada imagen hubiera, además de lo que se describe, alguna cosa misteriosa, increíblemente sobrecogedora que siempre se nos escapa. En ese embelesamiento de lo extraordinario, el cine de Herzog se convierte en una rara avis porque en su lenguaje se confunde nuestra empatía hacia la emoción del propio interlocutor con esa ficción que la técnica y las propias artimañas del cine proporcionan. Sus propuestas continuas sobre la incomunicación o sobre la belleza de lo inhóspito no dejan de ser metáforas de aquello que nos asusta de nosotros mismos: nuestra capacidad para crear el artificio que nos asemeja a los dioses y nuestra irracionalidad para persistir en el crimen o en el suicidio.
La cueva de los sueños olvidados nos aproxima a la irracionalidad de la creación, a sus evocaciones simbólicas con las que el hombre ha ido evolucionando. La comunicación con los muertos a través de la pintura o el relato de la aventura a través de las sombras que la luz del fuego no disipaba en las paredes de la cueva son una mera representación de lo que sucedió. Y, a pesar del tiempo, nos parece extraordinario, rebelde en sí mismo por su autenticidad que atenta contra todo lo establecido. Porque el hombre que habitaba esas cuevas desapareció dejando su arte, sus emblemas, signos recónditos de una naturaleza impetuosa y de una búsqueda también, como realiza el propio Herzog, de un plano espiritual que lo protegiese. Un inspirado ejercicio que estaba predestinado a la admiración de los futuros hombres. Un emblema, escondido, en las profundidades de la tierra que explica la inefabilidad de la propia creación, la lucha del hombre contra las inclemencias, las que provienen del exterior y de un mundo mucho más íntimo e indómito. Sí, en efecto, podemos asegurar que la cueva de Chauvet está formada por millones de partículas invisibles que se conectan con el Universo que permite que yo siga escuchando a Wagner y dé por zanjado este escrito.
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