De nuevo, como sucede en esos momentos de soledad en los que el
lector se refugia en los textos para buscar maneras de conocer la
realidad más allá de un discurso ordinario, sobrecoge la transgresión
que el lenguaje, con su versatilidad, es capaz de lograr. Lo que se
revela es un conocimiento simbólico que, para G. Durand, por ejemplo, no
está reñido con lo racional. En el caso de la poesía de Gregorio Muelas
Bermúdez y su poemario Fragmento de eternidad, editado por Germanía, nos vemos abocados a esa tensión que señala Durand.
Por un lado, sus versos nos sumen en paradigmas oníricos, propios de
ese lenguaje cifrado que el autor ha trabajado duramente desde
disciplinas como la música: "Nada/ me hiere más que una mirada
indolente,/ que un silencio, que un adiós. Pero sé que todo es final,/
que todo se acaba,/ que sólo existen los instantes/ y que cada
instante,/ cíngulo del tiempo,/ es un fragmento de eternidad" (pág. 15).
Por otro lado, asistimos a esa eclosión de sentimientos que se mueven
entre la nostalgia, la evasión de este mundo o sombra del paraíso,
siguiendo a Aleixandre, y una inquietante búsqueda de nuevos mundos en
los que inspirarse para soportar la propia existencia: "El ayer que
parecía olvidado/ retorna con cada nota apenada, qué lenta y serena
melancolía" (pág. 28).
Lo que me atrae de su lírica es esa heterodoxa expresión donde lo
lingüístico y la música quedan a merced de la voluntad de un poeta que
convierte la elegía en una visión puramente instintiva, como si una
perpetua nostalgia se apoderara de su ser y su escritura fuese la acción
de un espíritu que redunda en una visión del hombre en continua lucha
consigo mismo. Un hombre que ha de deshacerse de los dioses y de las
ataduras de las convenciones para aspirar a ser integrado en un adánico
concepto de sí mismo, resuelto para prosperar en la dicha, aceptando sus
limitaciones y confiando su felicidad a la palabra que explica el mundo
y lo purifica: "Después de Auschwitz/ se escribe poesía/ para decir con
eco inextinguible/ que la muerte no es la única salida" (pág. 42).
El orfismo conmueve en su forma de asumir la naturaleza y de recrear
los espacios como pharmakon, como sanación. Asume Muelas la labor
chamánica de la música y del verbo para producir un lenguaje rico en
adjetivación, cercano a la estética de los novísimos, a unas metáforas
que no renuncian al clasicismo y que declaran ese sentimiento de
zozobra, de inconformismo, ante un mundo detenido en el hastío y en la
destrucción de sus semejantes: "Arcángel negro que haces del olvido/ tu
vil arma para tiranizar/ al hombre, que azorado y disciplente/ clama a
la eternidad enfebrecido/ ante una torre erguida para izar/ tu enseña
con crespón, onmipotente". (pág. 20).
Existe a lo largo del poemario una sensación de frustración ante la
vida, de continua sensación de pérdida de instantes que jamás
regresarán. Esa sensación se contempla con los ojos de una mortal
existencia, porque es evidente que el ser humano no es consciente de su
fragilidad, de la brevedad que comprende su propia vida; solamente la
escritura, ese canto desconsolado que Muelas Bermúdez encona, procura
que esa biografía sea asumida desde la intensidad, no como placer, sino
como conciencia del existir, como amarga y al mismo tiempo dichosa
percepción de la muerte. Un final que en su imprecisión, en su misterio,
juzga si nuestra vida ha sido derrota o definitivamente un fragmento de
eternidad: "Nada, salvo el tiempo, me da miedo/ y desde el desasosiego/
de los días que se marchan sin remedio/ quiero soñar con amor,/ aunque
mis manos se queden frías/ y vacías/ después de tanto esperar/ a que la
vida desentristezca/ los ridículos recuerdos/ que el corazón no supo
olvidar". (pág. 43).
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