Hemos cruzado el umbral y la arena ha
llenado los depósitos. El óbolo cayó al vacío y las hogueras prenden en
las cumbres. Has comprobado que los zorros se sumían en la oscuridad que
palpita tras el cáñamo. Mis hijos me cogen de la mano y el sendero no
concluye. La casa de las gaviotas está sospechosamente encendida. Una
serpiente ha dejado su muda entre los rastrojos. Uno de mis hijos prueba
el bocado de sangre y las cenizas se convierten en brasas.
Los hombres que adiestraron a estos
caballos enfermos han emigrado a tierras prósperas. Eran los tiempos
hermosos de las cosechas. Ahora que la luz se apaga y nos cuesta
respirar, mi hijo más pequeño me acerca la llama. Le tiemblan los dedos.
Cuando soplo, la llama sigue viva. No estoy contigo ni con nadie,
aunque pueda caminar despacio. No estoy muerto. He querido que mis hijos
viesen mi rostro consumido, su lívido reflejo sobre las aguas. ¿Qué me
aparta ahora de la muerte? No eres digno de que entres en mi casa así
que los perros persiguen la sombra que se pliega en otros caminos
colindantes.
No hay más eco que este fuego recién
incendiado. No basta que mis manos intenten recoger más frutos podridos.
La noche nos ha consagrado a aceptar la pérdida.
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