No quieres que acabe mi tesis sobre los
adjetivos en la prosa de Albert Camus porque solamente te interesa mi
dinero y los reflejos sobre la superficie de las estancadas aguas. Los
lobos que alquilamos han sido adiestrados durante estas dos últimas
semanas. Los vecinos de North Island veneran tu cuerpo de muñeca, Nikki,
y es extraordinario que sigas luciendo esos escotes y que hayas dejado
el tabaco. Las ventanas tiemblan tras la muerte de la Osa Mayor y todo
lo que observamos desprende un halo apocalíptico.
Pero lo importante, Nikki, Nikki Benz,
es que sigas obedeciendo al vicio, que tu desnudez, más impura que la
ceniza, no descarte mis preferencias literarias. Estamos hechos el uno
para el otro y el tótem que me regalaste por mi cumpleaños lo usas como
un objeto sexual que vas erosionando poco a poco. Todo aquello que tocas
y besas se consume porque tus labios no pertenecen a este mundo, fueron
fabricados para la succión, para recitar a Shakespeare mientras la
lluvia escampa, mientras los violines se desgastan lejos de la costa.
Echas de menos el Danubio, sus cormoranes azules que aparecen tras
nuestra ingesta de amapolas.
No dejes que esa gente que camina por
tortuosos senderos, por calles hacinadas de maleantes y traficantes de
plomo, se fije exclusivamente en tus pechos. Eres una imitación de
diosa, la descansada vida que un hombre como yo, sin dinero, necesita
cuando enciende el ordenador después de una agotadora jornada de
trabajo. No vuelvas con los coyotes ni con las personas corrientes.
Ámame y luego llévame hasta Jericó.
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