Rodolfo Fogwill. |
Sobre la una me encontré con Fog en Las
calaveras. Había sorbido la mandrágora del fondo del vaso y parecía más
consciente todavía de la realidad que lo asolaba. Lo estreché y sentí
ese temblor primitivo que lo caracteriza y que propulsa su escritura
automática, siempre tan desafiante. Hace rato que estaba pensando en la
chica punk, fijando su mirada en otra joven que bebía con amigas. Estaba
sentada al fondo y Fogwill, clarividente y extasiado, me acompañó con
un tewi y su verbo fácil.
Me dijo, valiéndose únicamente de
oraciones simples y atributivas, que la chica punk se parecía mucho a
esa china que brindaba con las otras chinas lejos de la barra, que había
un punto cárdeno en el escote de aquella virgo que le recordaba al
Aleph, de Borges. Como si en ese hueco se juntaran el cielo y el
infierno, el puerto y la península. La observé con detenimiento y su
piel enrojecida por alguna virtud congénita o por esa viva luz que se
filtraba a raudales era apetitosa, tan apetitosa como indecente.
Le respondí, tragando ansioso, que la
piel de la piba ciertamente era como la escritura del propio Fog,
cautivadora e inclemente con los sujetos. No le gustaban demasiado los
cumplidos, pero, a todo escritor le gusta que le doren la píldora.
Fogwill se echó a reír y se marcó un estribillo de una canción para
afirmar que todo lo que vemos es tan artificial como accidental, que la
realidad es una mentira voraz, que la china y sus amigas existían como
existen los dragones y los buenos novelistas. O sea. La china era tan
falsa como la honradez de un congresista, un efecto hipnótico del que yo
también me había contagiado.
Le insistí en que la chica estaba allí
de veras, con su cuello de garza y sus labios gomosos, capaces de
derribar a cualquier macho con una mera insinuación succionadora.
Fogwill se quedó perplejo; anotó algo en su servilleta con un lápiz
marrón que sacó de algún bolsillo de su trenca. La china se levantó a
fumar y yo la seguí con la mirada mientras Fogwill escribía
incesantemente. Le dije que se perdía lo mejor; unos andares de jamelga
indomable que nada envidiaban a los de la chica punk y él me pasó
entonces la servilleta para desparecer unos segundos más tarde sin
pagar.
Leí con calma lo que había escrito y
sonreí. No había escrito nada el pufo. Había dibujado un pene y a un
enano. Firmó Fog y entonces el telón de la realidad se fundió ante mis
narices. Comenzó a llover afuera y los camareros salieron a recordar qué
era aquello de la lluvia después de tantos meses de sequía. Seguro que
el negro era el color favorito de aquella china que regresó al mundo de
los vivos con intención de conquistarlo.
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