Cuando Tarkovsky cambia nuestra vida
Los recuerdos soberanos han gobernado la
nave. Solaris es una frontera que divide la realidad de otra más
maleable, quizá aún más verdadera. No importa ya ese pensamiento mudo.
La novela de Lem es una inmersión hacia los orígenes que, en otra vida,
se tramaron para que todo fluyera en esta existencia con lentitud, con
sonoridad.
La mujer abandona mi cuarto. La vi morir
hace años cerca de mí. Los aposentos alguna vez ardieron y el extenuado
perro camina por una cornisa hacia la niebla que se sumerge en el
oleaje de explosiones solares. No soy un visionario. No soy el hombre
que come con las manos y descansa sobre el lecho de paja. La mujer
entierra todos mis sueños con un mantra sigiloso y la nave avanza hacia
derroteros inescrutables. Tarkovsky dirige su obra maestra para que el
arte nos incluya en su maremágnum de estímulos y de pérdidas. Porque, en
verdad, hemos perdido demasiado viviendo en la aceleración, en la
desenfrenada incandescencia que progresa más allá de nuestros ojos.
La ciudad nos ha destruido. Busco al
chacal que vaga por las carreteras. Solaris me aguarda para morir.
Solaris es la esfera donde mis pensamientos más elementales desembocan.
El espacio existe en mi interior. Las estrellas y la antimateria son
otro sueño que provoco en el lecho mientras mi pulso decrece y los
hombres con cara de gaviota me sumergen en el plasma. Las palabras son
invenciones. Las palabras no necesitan ya la exactitud. La poesía
sobrevive siempre. Tengo miedo, pero el miedo es también una sensación
que padece otro que no soy yo.
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