La literatura es sonambulismo, la
inercia de un tiempo que queremos próspero y al mismo tiempo desafiante.
Cuando leemos, morimos porque nuestro entorno, en el que nos movemos y
respiramos, ya no existe, sufre la pérdida de nuestra injerencia para
participar en la encrucijada de signos que nos sumen en otra realidad
más fiable y predecible, delatada conforme consumimos las páginas.
Lo impredecible en la literatura ya está
escrito y así el mundo que nos rodea nos parece, al regresar de nuestra
hipnótica liturgia, más irreverente y apasionado. Lo común en
literatura es sobrecogedor en la prosa de Virginia Woolf, por ejemplo:
"Me gusta oír el suave murmullo del ascensor, el sordo golpe con que se
detiene en mi descansillo y los viriles pasos de responsables pies a lo
largo de los corredores. Y de esta manera, en méritos de nuestros
esfuerzos aunados, mandamos buques a los más remotos confines del mundo,
buques repletos de retretes y de gimnasios".
La vida nos parece desesperante porque
no está delatada de antemano; su final es tan azaroso como su origen
inexacto. En ese trance, no somos conscientes de que perderemos esa
esencialidad donde la vida deja de ser vida cuando la literatura se
inmiscuye en nuestra experiencia. Nada quedará cuando hayamos cesado de
transigir; la vida no es eterna y la literatura, tampoco. Se extinguirán
con nosotros fragmentos de Camus y todo seguirá hacia delante en la
oscura atracción de energías que emanan de las estrellas: "El agua caía
de las cataratas del cielo, lavaba brutalmente los árboles, los tejados,
las paredes y las calles polvorientas del verano. Barrosa, llenaba
rápidamente las cunetas, gorgoteaba ferozmente en los sumideros,
reventaba casi todos los años del alcantarillado y cubría las calzadas,
se abría frente a los coches y los tranvías en dos alas amarillas bien
perfiladas. En la playa y en el puerto el mar mismo se volvía barroso".
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