Los griegos asociaron en algún momento el ejercicio de escribir al pharmakón,
una cura, un trance, una estrategia, sin duda, para encontrar los
orígenes de la materia y, en esa búsqueda, la serenidad de tanta
incertidumbre cuando la realidad es perpleja y asombrosa.
La lectura, como la escritura, regresa a
esa inconsolable necesidad de imaginar más allá de nuestra experiencia,
porque lo percibido, para sentirlo y asumirlo en su inabarcable
plenitud, necesita ser nombrado, restituido nuevamente bajo otra
apariencia. La máscara es el verdadero rostro de la realidad y nada
puede corregir ese destino que nos ha permitido sumergirnos en páginas
sobrecogedoras.
La escritura es la distancia con otros
hombres, la lucha contra uno mismo, lejos de la comunidad, para luego
volver al refugio, a la tribu y delatar que no todo es tangible, sino
que el hombre necesita la paradoja para sobrevivir, el estigma de la
ficción para que la vida sea una vida consciente e inédita. Al final,
todo lo que leemos, todo lo que escribimos, es una lucha de contrarios,
una línea de fuego en el horizonte que, al traspasarla, nos entumece y
nos aisla. Lo que se revela en los libros se alimenta del mundo porque
no aceptemos el mundo ni nuestra fragilidad, y deseamos ser
invulnerables, eternos, ser el otro en una galaxia imparable.
Todo queda reducido en esa defensa de Jabès: "Desprenderme de los muros,
liberarme del torno. Dejar que florezca mi sangre".
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