No me ató a la pata de la cama porque,
en el fondo, amaba mi pulcritud y las formas simétricas de mis órganos
internos. Nunca aprendí a fumar como lo hacía ella, Julio. La ceniza era
reveladora sobre el cenicero, una metáfora espléndida de las estrellas
que nacen más allá de la estratosfera. La Maga no se deshizo en halagos,
sino que colocó el ratón muerto sobre la mesa para que yo contemplase
la belleza de la descomposición, para que mi escritura girara hasta
Baudelaire.
Solamente así tendría escapatoria, cuando mis poemas se parecieran a los de Las flores del mal.
Observé el animal muerto, sus anomalías en la carne tras ser
atropellado. La Maga encendió el primer cigarro y aspiró con denuedo,
mostrando en sus ojos la ira contenida de cualquier hembra espartana que
acepta la marcha de su hijo a la guerra. No supe qué decirle. Pensaba
que el modernismo era una vía de escape que a ella le complacía, pero no
fue así.
Después de arrojar al roedor contra la
pared del fondo, confesó que existía más poesía en el vientre de una
ballena que en esa arrogante forma de mirar el paisaje como si todo
fuese etéreo y ebúrneo, como si las princesas y las odaliscas que ella
había conocido necesitasen una urna de cristal donde cobijarse. Las
odaliscas, matizó, solamente quieren dinero y abrigos de nutria con los
que andar por casa. El cielo se desgajó, Julio, en nubes rojas al otro
lado del muro y, por primera vez, dejaron de salir conejos de los
grifos, lo que me produjo una pena incurable.
El mundo muere de realismo y cada fin de
semana un quinceañero deja de jugar con sus figuras de hojalata para
fijarse en su propia Maga. La rata flotaba sobre nuestras cabezas y los
planetas giraban a nuestro alrededor, conscientes, de que mi poesía
habría de cambiar el destino de los hombres radiactivos como ella me
había reclamado violentamente.
Las puertas de las cafeterías se
blindaron aquella tarde porque la plaga de termitas y anarcas no
tardaría en llegar al centro. La Maga abrió su boca y comenzó otro
capítulo en mi vida, como si la rayuela formara parte del juego de los
átomos. Insomnes cronopios empezaron a titubear en la cancela del
apartamento y la rata volvió a la vida sin prisa, empujada por el
optimismo de famas. La Maga y yo decidimos que moriríamos una década
después en el museo, donde Rothko dejaría su impronta en nuestro último
recuerdo.
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