jueves, 9 de octubre de 2014

Mi último encuentro con Julio Cortázar: destierros de un escritor frustrado


  No me ató a la pata de la cama porque, en el fondo, amaba mi pulcritud y las formas simétricas de mis órganos internos. Nunca aprendí a fumar como lo hacía ella, Julio. La ceniza era reveladora sobre el cenicero, una metáfora espléndida de las estrellas que nacen más allá de la estratosfera. La Maga no se deshizo en halagos, sino que colocó el ratón muerto sobre la mesa para que yo contemplase la belleza de la descomposición, para que mi escritura girara hasta Baudelaire.

  Solamente así tendría escapatoria, cuando mis poemas se parecieran a los de Las flores del mal. Observé el animal muerto, sus anomalías en la carne tras ser atropellado. La Maga encendió el primer cigarro y aspiró con denuedo, mostrando en sus ojos la ira contenida de cualquier hembra espartana que acepta la marcha de su hijo a la guerra. No supe qué decirle. Pensaba que el modernismo era una vía de escape que a ella le complacía, pero no fue así.

  Después de arrojar al roedor contra la pared del fondo, confesó que existía más poesía en el vientre de una ballena que en esa arrogante forma de mirar el paisaje como si todo fuese etéreo y ebúrneo, como si las princesas y las odaliscas que ella había conocido necesitasen una urna de cristal donde cobijarse. Las odaliscas, matizó, solamente quieren dinero y abrigos de nutria con los que andar por casa. El cielo se desgajó, Julio, en nubes rojas al otro lado del muro y, por primera vez, dejaron de salir conejos de los grifos, lo que me produjo una pena incurable.

  El mundo muere de realismo y cada fin de semana un quinceañero deja de jugar con sus figuras de hojalata para fijarse en su propia Maga. La rata flotaba sobre nuestras cabezas y los planetas giraban a nuestro alrededor, conscientes, de que mi poesía habría de cambiar el destino de los hombres radiactivos como ella me había reclamado violentamente.

  Las puertas de las cafeterías se blindaron aquella tarde porque la plaga de termitas y anarcas no tardaría en llegar al centro. La Maga abrió su boca y comenzó otro capítulo en mi vida, como si la rayuela formara parte del juego de los átomos. Insomnes cronopios empezaron a titubear en la cancela del apartamento y la rata volvió a la vida sin prisa, empujada por el optimismo de famas. La Maga y yo decidimos que moriríamos una década después en el museo, donde Rothko dejaría su impronta en nuestro último recuerdo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Tu Opinión es Importante, Deja Tu Comentario: