Puma Swede. |
Todo es inconsistencia y los peces
siguen observándonos en esa breve pecera que permanece sobre la mesa
caoba. Lucifer tiene un póster en la pared de nuestro dormitorio. Los
barrenderos preguntan por ti cada vez que salgo a la calle para inflar
los globos de la carroza. No hay Santísima Trinidad que pueda sacarte de
tu ensimismamiento. La música de Parker te ha dejado sumida en un
letargo eterno o glacial.
Sigues abierta de piernas y descubro, tras leer algunos párrafos de Sexus,
que toda la energía de este mundo, incontenible y fugaz al mismo tiempo
se concentra en ese punto en el que mi placer reside. El coño. No hay
mayor vórtice donde el caos y el orden confluyan. Hasta la música de las
esferas emerge de ahí con sus flujos impagables.
Las visiones que tengo se parecen a la
de ese prisionero que buscaba en el ajedrez una forma de supervivencia.
Construyo la piel de un tigre y, antes de llegar a la mandíbula, me
detengo por temor a que el felino soñado sea tan real como esa rubia
cabellera que, sobre mi espalda, templa toda la euforia. Los barrenderos
compran arenques en los puertos de Bay Bowles y conversan con las
moscas sobre las vírgenes suicidas que la policía encontró al otro lado
del río. Colgaban las cuatro de una viga y el padre lloraba bajo una
higuera.
Los espíritus necesitan dormir sobre la
hierba y tú, Puma, Puma Swede, lo haces sobre este colchón de saldo,
esperando a que la música de Parker abra tu corazón, pero no, no es así.
Entre tus piernas, existe la luz del mundo y ese ojo que ve más allá de
lo que mis manos tocan. Temblor de labios. Ningún barrendero podrá
besarte, aunque unten con mandrágora sus escobas y amen desesperadamente
el jazz más versátil.
El coño, luces de feria, los monstruos
cargando con tiestos y tambores a la espalda antes de morir en el circo.
Tu cuerpo se arquea cuando la música cambia de dimensión porque la luz
máxima que vive dentro de ti nos acerca más a Dios.
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