domingo, 6 de marzo de 2016

Una entrevista: deconstruyendo al novelista murciano Miguel Ángel Hernández



Miguel Ángel Hernández/ Anagrama

   Quizá a Miguel Ángel Hernández haya que leerlo primero antes de indagar en las respuestas de esta conversación que generosamente hemos mantenido para Mundiario.
 Quizá lo que seduce de su literatura es esa heterodoxia donde narración y ensayo confluyen para producir un discurso de ficción que se mueve entre el thriller psicológico y esa percepción apasionada, otras veces escéptica, que el autor experimenta hacia el arte contemporáneo. Con la publicación de El instante de peligro, en Anagrama, nuestro narrador parece definir ya una trayectoria inspirada en la innovación del género sin renunciar a un debate interno que cuestiona las bases ideológicas de nuestra posmodernidad, su inconsistencia o la frivolidad  de nuevas formas de entender lo sagrado y lo profano.
  En la última novela de Miguel Ángel Hernández, existe esa expiación que reconcilia al autor con la materia y la forma de un arte actual que se caracteriza por su diversidad y su cambiante estructura. A veces, detrás del peligro de lo aparente y lo volátil, existe una resonancia de lo eterno, una propuesta sutil de transformar la realidad para transcenderla.
No todo en la narrativa actual está perdido con novelas como Intento de escapada o El instante de peligro. No todo en el arte contemporáneo se basa en aforismos dictados por Warhol, sino que existe un recelo, un ansia, que se traduce en una necesidad de buscar la comunicación con los ausentes, en una incesante manera de reivindicar nuestra existencia y sus posibles sentidos a través de la elegía.
Pregunta:  A veces en tus obras el arte contemporáneo se convierte en un subtexto ensayístico que funcionaría de manera autónoma. ¿Existe ese planteamiento a la hora de comenzar a escribir?
Respuesta: Es cierto que hay una parte ensayística que se podría entresacar, pero no tengo tan claro que pudiera funcionar de manera autónoma. O al menos no funcionaría en el sentido en el que entiendo las ideas, como algo que se despliega y toma forma en la vida. De hecho, por eso decido escribir ficción, porque en ella las ideas se “incorporan”, se hacen cuerpo en las historias. A la hora de plantearme escribir la novela no pienso primero en la teoría y luego en el relato emocional, sino que los dos se van articulando al mismo tiempo. Para mí son inseparables. Sí que hay un momento en el que la historia parece que se eleva sobre la teoría, o que el peso cae más del lado de la emoción, aunque nunca hay una desaparición de ninguno de los dos polos. Como digo, no entiendo uno sin el otro.
P.: Cuando comenzamos a leer El instante de peligro parece que estamos ante la evolución del mismo protagonista de Intento de escapada, pero esa visión destructiva y frívola del arte desaparece desde el primer momento. Como creador y crítico, ¿vives en esa encrucijada de romper y reconciliarte continuamente con el arte contemporáneo? Tus personajes sí lo parecen.
R.: En cierto modo ahí comparto algo con mis personajes. Tengo una relación “complicada” con el arte contemporáneo –y con el arte en general–. Por un lado, es un universo que me fascina, y muchas de las ideas que se generan en ese entorno me parecen ricas y configuran mi modo de ver el mundo.  Por otro lado –y es lo mismo que me ocurre con la academia–, no puedo dejar de ver la banalización y tontería en que se convierten los discursos. Sobre todo, me revienta la impostura. Y paradójicamente, yo no dejo de caer en ella. Quizá por eso no ceso, como mis personajes, de romper y reconciliarme. 

P.: Disfruto mucho de tus reflexiones sobre el arte en tus novelas, ¿temes que se conviertan en un automatismo y que lo pueda parecer un estilo personal se convierta en un lugar común repetitivo?

R.: El arte para mí es inevitable y creo que está en la esencia de lo que yo puedo ser como escritor. En estas dos novelas, el mundo del arte ha servido de plataforma para explorar una serie de temas como la ética, el cuerpo, la sexualidad, la frustración, el amor o la memoria. Son escritas “desde” el arte, y el arte aparece como trasfondo. Pero soy consciente de que esa parte nunca desaparecerá de mi mundo. Incluso cuando las novelas que escriba no sean “acerca” del arte, lo artístico siempre estará presente de un modo u otro
Creo que cada escritor tiene sus obsesiones y sus temas, incluso sus contextos. El arte es el mío. Como se dice vulgarmente, “es mi rollo”. Y creo que también “es el rollo” de muchos de mis lectores. Aunque la vida, y la escritura, da muchas vueltas. Y uno nunca sabe lo que va a poder escribir. De todos modos, intuyo que nunca me alejaré demasiado de ese lugar. 

P.: En muchos escritores, presionados por sus agentes y editoriales, veo que anteponen en el entretenimiento y lo lúdico a arriesgar en temas, reflexiones o en la concepción de la estructura. En tus novelas observo que el entretenimiento como tal es secundario, pues, en El instante de peligro, hay una preocupación existencial, diría hasta lírica, sobre la soledad y los ausentes.  ¿Crees que la literatura en estos tiempos ha de apostar por esos márgenes más que por el entretenimiento? 
R.: Yo, desde luego, no estoy presionado. La literatura es para mí una pasión y una obsesión, pero no un trabajo. Me gano la vida de otro modo –aunque la disfrute de este–. Por eso escribo lo que quiero o lo que me apetece. Eso no quiere decir que no haga concesiones. Por supuesto, uno escribe siempre con una idea de cuál quiere que sea el recorrido del libro y sabe que hay momentos en los que tiene que sacrificar cosas para que el libro sea más legible o se mantenga a flote, para hacerlo menos oscuro. No es tanto una concesión como un respeto al lector. Se trata de mantener un equilibrio entre la idea “pura” que tienes en la cabeza y el modo en que eso se puede materializar –en un libro, en una editorial, en una comunidad de lectores…–. Por otra parte, está la cuestión del entretenimiento. No tengo tan claro que la literatura tenga que estar sujeta a un mandato social, o que ontológicamete una literatura literaria mejor que una literatura de entretenimiento. A mí, por supuesto, me interesa una literatura que me haga pensar mientras leo, que reverbere en mí mucho después de cerrar el libro, que me haga cuestionarme certidumbres… y no sólo que me entretenga. Aunque también –lo confieso– me gusta que me entretengan. Creo que es posible mantener el equilibrio. Los mejores escritores lo saben hacer. Coetzee me entretiene –me mantiene enganchado–  al mismo tiempo que me punza por dentro. Quizá esa sí que sea la tarea de la literatura, al menos si quiere salir de un reducto de iniciados, buscar ese equilibrio difícil entre hacer pensar y hacer gozar –aunque sea un goce amargo, doloroso, como el que uno obtiene cuando ve una película de Haneke–. Eso es lo que me gustaría conseguir en mis libros, lo mismo que Haneke consigue en sus películas. Una intensificación de la experiencia.
P.: Por último, como conocedor del arte contemporáneo, ¿ crees que la novela tiene límites interpretativos y creativos frente a performances, instalaciones, la propia moda? Ni siquiera Faulkner o Böll dejaron de  ser escritores con altas dosis de clasicismo. Comprender lo que se lee es básico para que una novela sobreviva, pero en el arte contemporáneo la volatilidad y lo irracional se valoran a veces positivamente. 
R.: Son regímenes diferentes, el literario y el visual. Y también responden a reglas diferentes. El mundo del arte funciona por otros cauces. La literatura necesita lectores. El arte no siempre necesita espectadores. No importa si una exposición no recibe visitas o a la gente no le gusta o no la entiende. El sistema del arte está alejado por completo. Quizá eso ocurra con cierta literatura de vanguardia, que sólo es leída por unos cuantos críticos. Pero eso que en literatura es excepcional, en el arte contemporáneo es la regla. Más allá de esta cuestión, la literatura funciona con unos códigos y un lenguaje más compartido que el del arte contemporáneo. Sobre todo la ficción, el cuento y la novela. La poesía sí que está en un espacio más cercano al arte, tanto en su funcionamiento como en sus límites interpretativos. Pero la novela, precisamente por compartir un lenguaje y un modo de contar que es el mismo con el que habitualmente nos relacionamos –todos hablamos y todos contamos cosas; pero no todos producimos imágenes, por ejemplo– no es tan arbitraria. Al menos, aparentemente. Quizá la novela y el cine están ahí en el mismo espacio. Y, como decía, la poesía y el arte ocupan un lugar de mayor libertad. 

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