Puma Swede, Lisa Ann, Nikki Benz y la Bitoni
Hay adicciones invisibles. Adicciones cargadas de brutalidad y de poesía. Cuerpos que se agitan en la turba, sobre imperiales divanes, a cuatro patas, tras una cortina de agua, bajo la luz líquida de unos focos que registran lo erógeno y lo prohibido.
Tras la comedia, Nikki, Puma, Lisa y Audrey entran en acción, rescatadas de las olas sagradas que la espuma del semen uránico concibió para un disfrute perpetuo. Cada imagen, cada vídeo, que se repite una y otra vez, que se descarga, es una visión cibernética, artificial y sublime de un deseo extremo donde la felación y la orgía nos transmiten que somos humanamente perniciosos, seres acabados en el consumo de unas actrices que han dignificado el exhibicionismo y el hardcore a través de lencería parisina y cuentas bancarias similares a las de la Bündchen.
No me pregunto si son maravillosas conversadoras, si escuchan a Miles Davis, si leen a Faulkner con devoción y profundidad. No. Porque su talento es otro, quizá sea su disposición a convertir lo pornográfico, el tabú, el sexo más pragmático y cutre en una entelequia, en un imaginario propio donde uñas de porcelana, extensiones, tinte rubio y tacones de aguja se convierten en la sintaxis de un lenguaje poético que me recuerda a Bukowski y a algún cuento de Salter.
No creo que existan de verdad, creo que Puma y Lisa son programas de Microsoft, muñecas con una biografía inventada que ejecuta algún virus informático o alguna página web en un sótano de Minnesota para que soñemos con unas Madonnas que ya hubiera querido Botticelli en su lúcida inventiva. Internet las trajo y ahora son tan importantes en la vida de tantos seres humanos que, para bien o para mal, marcan las preferencias de unos cánones de belleza imposibles. Son las donas angelicatas que trajeron los cirujanos y la intratable posmodernidad.
Tras la comedia, Nikki, Puma, Lisa y Audrey entran en acción, rescatadas de las olas sagradas que la espuma del semen uránico concibió para un disfrute perpetuo. Cada imagen, cada vídeo, que se repite una y otra vez, que se descarga, es una visión cibernética, artificial y sublime de un deseo extremo donde la felación y la orgía nos transmiten que somos humanamente perniciosos, seres acabados en el consumo de unas actrices que han dignificado el exhibicionismo y el hardcore a través de lencería parisina y cuentas bancarias similares a las de la Bündchen.
No me pregunto si son maravillosas conversadoras, si escuchan a Miles Davis, si leen a Faulkner con devoción y profundidad. No. Porque su talento es otro, quizá sea su disposición a convertir lo pornográfico, el tabú, el sexo más pragmático y cutre en una entelequia, en un imaginario propio donde uñas de porcelana, extensiones, tinte rubio y tacones de aguja se convierten en la sintaxis de un lenguaje poético que me recuerda a Bukowski y a algún cuento de Salter.
No creo que existan de verdad, creo que Puma y Lisa son programas de Microsoft, muñecas con una biografía inventada que ejecuta algún virus informático o alguna página web en un sótano de Minnesota para que soñemos con unas Madonnas que ya hubiera querido Botticelli en su lúcida inventiva. Internet las trajo y ahora son tan importantes en la vida de tantos seres humanos que, para bien o para mal, marcan las preferencias de unos cánones de belleza imposibles. Son las donas angelicatas que trajeron los cirujanos y la intratable posmodernidad.
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