La chica que vendía patatas en Boust, cerca de la librería Caín, era un ejemplar único. No daba crédito, porque lo suyo no era la belleza, sino que criaba a cien hipocampos en un acuario de agua marina, leía a Jabès y le encantaba Wagner. Su destino no había sido justo. Mataron a su perro Argos, incendiaron su piso por accidente y una mafia estuvo a punto de secuestrarla porque se parecía demasiado a la virgen suicida que necesitaban para su rito. Un desastre. Su currículum era una calamidad porque no incluía el habla polaca ni concienzudos conocimientos de gramática élfica. Se conformó con lo puesto y no pedía otra cosa que servir patatas mientras la ciudad hibernaba. Le hice una foto preciosa delante de un glaciar.
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