Los labios de Virginia Woolf y una pintura de Hopper
No estás sola cuando las palabras que
repites suavizan el arco de tus labios. Las palabras mueren al
pronunciarlas porque son ínfimas para un mundo que se expande a la
velocidad de la luz. Qué poco somos y, sin embargo, hay suficientes
razones para que la prosa de Woolf acierte con esa lucha entre lo
escrito y el papel en blanco. La muerte de Virginia era un
acontecimiento previsto desde la primera vez que escribió su nombre en
una cuartilla. Porque la muerte es un acto que imita la breve vida de
las palabras.
Palabras que surgen del pozo para
desaparecer en la luz o en la oscuridad que escrutamos tras las
cortinas. Porque, en palabras de Jabès, un libro donde el universo no
tuviera sitio no sería un libro. Los ríos fluyen y no veo su
desembocadura. Las palabras fluyen y el glaciar apenas se erosiona. Me
escondería tras un perfil que Edward Hopper esbozó en algún momento como
un intento de superar el fin, de ir más allá de lo real porque es
decepcionante que el mundo se limite a lo que percibimos.
Los significados poéticos, los símbolos,
son la estrategia que se oculta tras la montaña. No quiero decir que se
ocultan exactamente, sino que son visibles desde la mirada fustigante e
indagadora del artista. Porque el mundo no está ahí, frente a nosotros,
para ser contemplado, sino para ser indagado. Dostoyevski lo intuye en
su relato El sueño de un hombre ridículo: "Me mostraban sus
árboles y no alcanzaba a comprender aquel grado de amor con el que los
miraban: era como si hablaran con seres semejantes a ellos mismos".
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