jueves, 25 de septiembre de 2014

Muerte de las palabras

Los labios de Virginia Woolf y una pintura de Hopper


  
   No estás sola cuando las palabras que repites suavizan el arco de tus labios. Las palabras mueren al pronunciarlas porque son ínfimas para un mundo que se expande a la velocidad de la luz. Qué poco somos y, sin embargo, hay suficientes razones para que la prosa de Woolf acierte con esa lucha entre lo escrito y el papel en blanco. La muerte de Virginia era un acontecimiento previsto desde la primera vez que escribió su nombre en una cuartilla. Porque la muerte es un acto que imita la breve vida de las palabras.

   Palabras que surgen del pozo para desaparecer en la luz o en la oscuridad que escrutamos tras las cortinas. Porque, en palabras de Jabès, un libro donde el universo no tuviera sitio no sería un libro. Los ríos fluyen y no veo su desembocadura. Las palabras fluyen y el glaciar apenas se erosiona. Me escondería tras un perfil que Edward Hopper esbozó en algún momento como un intento de superar el fin, de ir más allá de lo real porque es decepcionante que el mundo se limite a lo que percibimos.

  Los significados poéticos, los símbolos, son la estrategia que se oculta tras la montaña. No quiero decir que se ocultan exactamente, sino que son visibles desde la mirada fustigante e indagadora del artista. Porque el mundo no está ahí, frente a nosotros, para ser contemplado, sino para ser indagado. Dostoyevski lo intuye en su relato El sueño de un hombre ridículo: "Me mostraban sus árboles y no alcanzaba a comprender aquel grado de amor con el que los miraban: era como si hablaran con seres semejantes a ellos mismos".

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