Nikki Benz. |
No era la angustia por haber leído nuevamente El extranjero,
sino que el frío nos estaba envenando y no bastaba que durmiésemos
abrazados. Habíamos dado por muerta a la batidora en la cocina hasta que
escuchamos el zumbido metálico en algún punto de la casa. Nikki se tomó
una pastilla para seguir soñando con carreteras y aparecidas, pero yo,
después de besarle un pecho, me levanté y seguí al hipnótico gorjeo que
no cesaba.
Allí estaba, girando en el vacío,
suspendida en el aire, recién resucitada. Prometo que es cierto todo
cuanto digo: que la batidora se lanzó contra mi rostro imberbe, que pude
esquivarla con el bastón de marfil, que caí al suelo mientras la
batidora volvía a su dimensión espacial. Los astros titilaban más allá
de los muros y el flujo de agua que los grifos exprimían se perdía entre
las grietas de la loza. Jamás había tenido una visión así de
morganática. Luego, cuando Nikki se levantó y me vio azorado
enfrentándome a una nube de polvo, comenzó a reírse y, en su desnudo,
comprobé la excelencia de Venus, el porte magnífico de esa mujer que
reclama toda la vaselina de la farmacia para embalsamar sus
extremidades. Nikki me empujó. Nikki preparó café y se fue a la cancela
de la puerta con su top y sus mallas sin otro propósito que contemplar
la ruina del paisaje que se cernía sobre nuestro espectral vecindario.
La batidora no existía. Nada había sido
real, pero sí verosímil. Un profesor de Ética que tenía un ojo de
cristal me había enseñado la diferencia. La batidora era la metáfora de
un complot entre mi adicción a los batidos de proteínas y la música de
Parker. Nikki hacía estiramientos y, antes de sacar su puré de algas de
la nevera, volvió su rostro vicioso y, sin apenas abrir los labios,
dijo: "Tenemos que comprar una batidora. De camino a la iglesia, hay una
tienda de electrodomésticos. No puedo vivir sin la puta batidora. Mis
purés y mis cremas se merecen una máquina de última generación". Los
glaciares se derritieron y la capa de ozono vibró bajo las galaxias.
Nikki me besó en la boca y la música de Nielsen se escuchó bajo la
alfombra. Volví a la cama y los cefalópodos del congelador comenzaron a
inquietarse.
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