Angeline Valentine. |
Joder, me cago en Satanás, eso
dije, mientras el dedo se retorcía sobre la almohada como una oruga
feroz. Allí estabas, Angeline, con tu traje de látex y el cuchillo
japonés. Querías que nuestra última fantasía tuviese un ligero aroma a
Hostel. Dios, cómo odio esa película y todo comenzó, aún lo recuerdo,
porque yo prefería Fidelio a los cuartetos de cuerda. Pero tú amabas
demasiado la mística dimensión de Beethoven, el manejo de los silencios y
el contrapunto. Y no soportabas que el músico excelente hubiese perdido
tanto tiempo en una ópera que no superaba a ninguna de Mozart.
El aro de humo, suspendido en la
habitación, era el aura del fin de los tiempos, una metáfora de lo que
sucedía en la calle. La huelga de ómnibus había puesto a la ciudad patas
arriba y el pedido de consoladores y gomosos pináculos no había podido
llegar hasta donde nosotros vivíamos. No era suficiente que el incienso,
al aspirarlo, nos regalara su relato de ciervos incendiados y mujeres
toro. Querías que fluyera la sangre, que mi dolor fuese ópalo para tus
labios. El incesante viento del norte te trastornó y yo caí en la
trampa.
La discusión sobre Beethoven, Angelina,
me mostró una faceta que desconocía. Tu mirada se tornó abisal y los
tatuajes de tu espalda se volvieron turbios, inasumibles para esa
realidad lasciva y corrupta que yo había concebido para ti, ofreciéndote
mi BMW y toda clase de juguetes penetrables. Qué ridículo hice. Mi dedo
amputado ante mis ojos, un símbolo de la brevedad de mi virtuosismo
fálico. De nada me servía pensar ahora en algunos versos de Juan Ramón.
Carcajeabas y tu ombligo, raíz del árbol
de Porfirio, era ese tercer ojo que me miraba con ansia de destrucción.
Lo sé, Angelina, no era solamente tu ombligo, sino también tus
preciosos intestinos, tus cervicales y esos salivados senos los que te
conducían siempre a esa perdición, a que te arrastrases por el fango
pensando que nadabas en leche de burra. Lo siento, pero mi dedo no es mi
fin, es la prueba de que abandonarte ha sido lo mejor. De hecho, los
conductores ya no están en huelga y las tiendas de adornos de Navidad
han vuelto a abrir en la Plaza Iriarte. Beethoven también me estaría
agradecido.
Me voy a comprar insecticida y mayonesa. Abrazos.
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