Mi artículo en Mundiario sobre el cine de John Ford.
Fotograma de Centauros del desierto. |
Me pide un amigo que escriba sobre el
cine de John Ford. Pero yo no soy más que un cinéfilo que ha conocido a
los clásicos en VHS y DVD. Hijo de inmigrantes irlandeses, John Ford ha
sido sobre todo una escuela literaria para mí y cada una de sus obras se
define como una extraordinaria lección antropológica. Una vez Steven
Spielberg aseguró que Centauros del desierto es esa película que ha inspirado todos sus trabajos hasta el momento. Es cierto y de hecho algunos planos de Salvar al soldado Ryan coinciden con los de Centauros.
Cuando me refiero a escuela literaria y a
lección antropológica, declaro que el cine de Ford tiene las virtudes
del artista que consigue que su técnica resulte espontánea, que todo lo
que narra fluya con naturalidad, con los excesos y recursos retóricos
justos para que la película nos involucre en su historia y también en su
dimensión de espectáculo. Inolvidables relatos sociales son Las uvas de la ira o Qué verde era mi valle.
Todo lo que fluye en el cine de Ford fluye acorde a un ritmo interior
semejante al de la vida misma, con una honda preocupación por los
espacios desérticos en el caso de sus westerns que acaban por determinar
la conducta de los personajes y de la comunidad en la que viven. Fort Apache, Centauros y La legión indomable recuerdo en estos instantes.
Su cine es un relato sobre las
fronteras, sobre la difícil convivencia entre culturas que someten y
aquellas que son sometidas, una visión de la incesante lucha del hombre
americano por la conquista. Qué puedo decir de Río Grande por ejemplo.
A Ford lo mueve una pulsión romántica
cuando caballos y caravanas cruzan el desierto, cuando, detrás de la
anécdota y los enfrentamientos entre vaqueros e indios, encontramos ese
mensaje mesiánico donde el western es símbolo del éxodo del pueblo
judío, la llegada a la tierra prometida. Los ancianos, como el propio
Moisés, mueren antes de pisar el umbral de ese territorio glorioso por
el que tanto se han sacrificado. Los bailes, el costumbrismo, la ironía
de los diálogos, la crudeza de la supervivencia en la soledad de los
collados, la mano de una mujer que abre la puerta para buscar a un
hombre mientras la cámara registra el desierto blanco de la América más
inhóspita. Todo eso es John Ford, Pedro, amigo.
Siempre me sorprendió de este director
su capacidad para describir con una limpieza exquisita los paisajes
abruptos, los relieves marcianos de un mundo que no parece reconocible,
en el que caballos y hombres, en simbiosis con ese suelo infernal,
luchan por unas creencias. Porque Ford, con su carácter intransigente y
excéntrico, era ese poeta que continuamente trabaja para encontrar la
excelencia de un cine donde lo importante es la aventura más que
cualquier otro aspecto. Sin saberlo, en esa búsqueda de la aventura, su
estética es sublime en cuanto a técnica, aunque a veces parezca tosco,
porque a él le puede el mensaje y el entretenimiento, y, para lograr
esas virtudes, se implica inconscientemente en unos encuadres idóneos,
en unos planos increíbles como en La diligencia.
Me gusta el cine de Ford porque se
inspira en una visión del ser humano que no renuncia a la brutalidad, a
la violencia, ni a la compasión. Instintos primarios que subliman los
personajes a través de misiones odiseicas. Su cine no tiene espacio ni
tiempo y eso lo convierte en clásico. Trabajador incansable, herido en
la Batalla de Midway, John Ford es un lenguaje en sí mismo que define
los orígenes míticos del imperialismo que gobierna nuestro mundo.
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