Para sobrevivir a esta realidad
No queda rastro de tu cuerpo. Las palabras trazan un armónico círculo. Son esas piedras con las que cercábamos los troncos. Los fresnos parecían animales surgidos de la oscuridad, vacilantes, eternos. Leyendo a James Salter compruebo esa sinceridad del vacío y de la quietud cuando me dejas a solas y ya tu cuerpo no importa salvo en algunos recuerdos en los que no me reconozco.
Acabas de desvanecerte entre las olas de luz que se pliegan al llegar a las orillas: "Ella se cepillaba el cabello. Podía oír sus movimientos acelerados, rítmicos. Se hallaba frente a su imagen en el espejo, sin ser siquiera consciente de la presencia de él. Nile era como una carta depositada encima de la mesa, como el libro de Gogol a medio leer, como el vino". La prosa de Salter es concisa, tan concisa que su asepsia asciende a una poesía limada de excesos, indagadora hasta el punto de recrearse en esa sensación de eternidad que hay tras la lentitud de cada uno de nuestros movimientos: "En la calle descubrió por todas partes una especie de caos; en las oscuras ventanas, en los reflejos, como si de pronto se hiciera visible para él. Le daba la bienvenida, le alababa. Los enormes neumáticos de los autobuses rugían al pasar. Era la última hora de luz".
Todo está desierto más allá del fuego que ocultan las páginas. El paisaje es ruina del paisaje y la ciudad duerme en el ojo de la mariposa. Tened piedad, vosotros, los amos del cetro, de los que aún confíamos en la música de la frase.
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