Leyendo Pasaje de la noche, de Miguel Veyrat, editado por Barataria, descubro estos versos: "¿Cuándo volverás a hablar? No te acuerdas/ de nada y lo que fueron ojos son/ palabras. Pero ya es hora de cerrar el templo" (pág. 64). Nuevamente asisto a esa claridad que el poeta entona dentro de la compleja estrategia que significa la elaboración de un poema. Su naturaleza instintiva y su eficacia técnica a veces son inescrutables, pero los versos de Veyrat justifican ese don maldito de la palabra como don verdadero que queda después y antes de la muerte, rastro del mundo indescifrable que tanto nos sobrecoge y que tanto destruimos. No me queda más que decir a propósito del lenguaje poético cuando la horma del signo me parece constantemente ineficaz para cumplir las expectativas de todo lo que se observa.
Desde la Antigüedad, la inefabilidad se ha convertido en un cuestionamiento de la propia creación. Las palabras en Pasaje de la noche insisten en esa fragilidad del signo y todo lo que queda tras el silencio no es otra cosa que un intento por superar lo que subyace en el propio significante para adentrarnos en el magma de lo sentido y lo presentido. De nada sirva que prosiga en esta deriva, cuando las palabras traman su propia estrategia de encantamiento: "A veces el peldaño era de arena. Se empapaba/ en la sangre de los verbos caídos/ por el esfuerzo. Nunca es fácil descifrar/ el aliento de la muerte, corroído ya el tejido/ interior que lo produce. Íntimo huso/ extranjero que acompaña a las partes de mí/ que no ilumino en el descenso y ya no alcanzan/ a dar forma a la nada." (pág. 40).
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