Puma Swede. |
Sacaron las ardillas del congelador y la noche profunda trajo los hongos a la ciudad. Las mujeres desnudas se abanicaban con plumas de marabú mientras las farolas martilleaban el asfalto con esa nueva luz de plomo que había alimentado tantos años a uno de los soles celestes.
Los leopardos lamían las botas de cuero y las prostitutas escribían sobre la sal de la tierra los diversos nombres del demonio. La muchacha rubia se arrancó los ojos sobre el templete y los ciudadanos aplaudieron la ejecución, febriles, masticando la goma "porn". Los pingüinos fueron arrastrados hasta los congeladores vacíos que algunas tribus habían acumulado junto a las escaleras del metro. Los perros no existían, salvo alrededor de la horca.
Una vez que las ardillas fueron descongeladas, volvieron a la vida y saltaron sobre los pechos siliconados de las figurantes. Tres mujeres o tres diosas reían sobre una cama y esperaban que la noche pálida les anunciara la llegada del Gran Falo. Era pordiosero el mundo y, en las calles, los taxistas fumaban la pipa de la paz para que se mantuviera el tiempo del equilibrio. La muchacha más despierta les servía agua de los pozos porque los tatuadores de vacas y quinceañeras habían impreso sobre su espalda sudorosa "Sexuality".
Todo era venenoso y las palabras con las que acababa una novela en blanco se parecían al amor despiadado y fugaz. Corrientes de aire acondicionado calmaban la ansiedad desmedida de los pulpos.
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