Microrrelato en Mundiario.
El arte de Zang Peng. |
A veces, en el aseo del sótano, siento la pulsión de sesgar la cabeza a esos roedores disecados que me regalaste por San Valentín. No eran baratos y su piel de armiño me obligaba a acariciarlos una y otra vez. He visto cómo el espino está preñado de insectos suicidas, pero lo que más me seduce es que, tras las cortinas de sarga, tu figura egipcia se unte de toda clase de óleos. Yo fui esa niña en otra vida, descorazonada, que mutilaba sus juguetes de plástico y que trajo, como Pandora, la simiente de la desidia a las polis minoicas. Sí, hay árboles que nacen para ser madera de patíbulo y hermanas siamesas que incendian pequeños taburetes a las afueras de Londres para que no se sienten los ahogados del río inagotable. Cuánta falacia tiene la poesía y cuántas cabezas rutilantes y perfectas llevan esas muñecas de porcelana que avanzan por los pasillos como hijos insomnes que buscan a su nodriza. Como a ti, me gusta la Nocilla sobre los vientres heridos por una bala de plata.
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