Fotografía de un payaso asesino. |
Los bacilos engendraron la mucosa y los payasos despertaron de sus habitaciones húmedas. Despertaron para bañarse en sal y escribir, antes de marcharse al circo, esa biografía celeste sobre los batracios. Hoy se celebra un cumpleaños cerca de la jaula de mustélidos y ya están rotando felices las madres sin cabeza mientras los columpios vacíos son empujados por pequeños cadáveres de cigüeña.
No he visto sonreír al niño de cera que lleva su corona de rey del cumpleaños. Los sapos orinan en las esquinas y, en las murallas de la iglesia, una pintura rupestre anuncia el final de los tiempos metálicos. Cada vez que miro a los ojos de estos payasos, veo el infierno y a la mariposa nocturna.
A su paso, otros niños de cera dejan breves gotas de leche blanca que beben las luces gatunas. Lo extraño no es que escriba sobre la mentira de este antojo, sino que los efectos del Orfidal producen en mí estas violentas imágenes a las que solamente la palabra protege con su belleza de poeta sin genio. Pero los payasos siguen conmigo, cerca de la cúspide, a punto de lanzarnos al vacío.
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