Escupieron delante del televisor y el sátrapa, negándose a asistir a otro círculo de ritos, abandonó el salón. Lisa esperaba que los enanos dejaran sus salivazos para ponerse a cambiar las bombillas fundidas, pero no sucedió tal y como ella lo había imaginado. Los enanos no arrastraron las sillas ni se desnudaron como solían hacer antes de reparar algún aparato, sino que siguieron escupiendo a la pantalla donde la mujer de labios de ceniza hablaba sobre la corrupción de los Hombres Morsa y sobre los moluscos que devoran a las mujeres deprimidas.
Lisa Ann y su vestido azul, Lisa Ann, despidiéndose del sátrapa desde la ventana suicida, y los enanos escupiendo contra el rostro imberbe. Al oír tal escándalo, los vecinos llamaron a la puerta y Lisa, sin reclamar la ayuda de su séquito de liliputienses, se quitó el vestido. Cuando abrió la puerta, a los vecinos les había crecido la barba y el asfalto repentinamente se vio asaeteado por una lluvia de magníficos asteroides. De perdidos al río y las bombillas sin poner.
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