No me interesan los temas clásicos de David Bowie. El Bowie que yo conocí en profundidad fue el de estos últimos quince años, donde la apuesta por la vanguardia fue más clara y rotunda.
Mientras medios televisivos se dedican a mostrarnos al Bowie ciberpunk, de pijama galáctico y cresta inefable, somos muchos los que vivimos con sus melodías recientes que apuran hasta límites inimaginables las bondades de un pop que los Beatles renovaron y destruyeron al mismo tiempo.
Los últimos álbumes de Bowie fueron un milagro de la naturaleza, un enfrentamiento personal a productoras y Alboranes, una constatación de que el mundo del arte solamente es auténtico desde sus propias crisis, desde la marginalidad, desde la estridencia, desde la ruptura demoledora, desde la atonalidad. No me interesa recordar al Bowie de los inicios porque me recuerda demasiado a sus imitadores: Alaska, Miguel Bosé y Tino Casal.
Hay un Bowie que coqueteó con Brian Eno, que hizo de la música contemporánea de Stockhausen una banda sonora que fulminó el pop más pueril y repetitivo. Hay un Bowie de smoking que hizo en Heathen, Reality o enThe next day una forma de conciliar la frivolidad de lo posmoderno con una música insuperable, genuina, rozando el grunge, pero sin caer en su trampa y sin renunciar a la música electrónica.
Lo peor de todo es que su herencia solamente será pasto para los nostálgicos, porque hace mucho que en las emisoras dejó de sonar Bowie. Ahora son conquistadas a fuerza de billetera por triunfitos y más triunfitos, y por esos raperos de curso legal que juegan a malotes.
Bowie, que vivan los héroes por un día.
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