A José Antonio Cayuelas
El
mal tiene todos los rostros. Nuestro temor proviene no de su
existencia, sino de la posibilida de que haya sobrevivido a cualquier
catástrofe. No busques al diablo. El mal es sencillo y banal
como sostenía la filósofa Hannah Arendt.
Gusta
de gentes sencillas y anónimas para alcanzar logros mayores.
La película de El exorcista es un diáologo severo con
un espectador que no quiere creer, pero que no puede apartar la
mirada de ese misterio sacrílego que contagia a los seres
indefensos. Los espacios de las calles, unas escaleras por donde se
precipitan las sombras, la habitación de una niña, un
claro de luz bajo una farola son lugares previstos para que el mal
habite por siempre. Los niños miran a través de otros ojos, los terribles, los suicidas.
El
exorcismo no es el alivio, sino el trance previo a la muerte para que
otros se salven durante un tiempo. ¿Quién te aguarda
hoy tras esta puerta? ¿Quién te observa cuando dejas la
cuchara dentro del recipiente? ¿Quién esribe sobre tu
piel mientras duermes pacíficamente y las plazas se quedan
vacías? El hedor es invisible y todo lo que más deseas
es sospechoso de padecer los síntomas frenéticos de una
herida silenciosa. La mano que aprietas puede ser la mano que estira
la soga. No eres el pájaro que aguarda la libertad desde su
rama, sino el esclavo de una vida que se consume lentamente mientras
los ojos del mal vigilan cada una de tus acciones. Escucha, mira y
calla. Aún no has averiguado quién soy.
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