Me sumerjo en El libro blanco. Estoy en Madrid, concretamente en un Starbucks de Callao. Leo este libro del tirón y vuelvo a algunos textos que me han parecido sobresalientes. La obra de Augusto Rodríguez es una memoria biográfica del dolor ante la ausencia. El poeta descubre en el cáncer de su padre el sentido de esa sinrazón que es el propio desarrollo de la vida; la mortalidad y la agonía se nos revelan como espacios de conocimiento y de motivación hacia la escritura: "Abriremos un bosque nuevo con el impulso claro y desafiante de las palabras. El diálogo tiene que ser un puente entre el cerebro y la fantasía" (pág. 83).
Chamán Ediciones apuesta por la obra de un autor que se maneja notablemente en la prosa poética, en el verso y en el aforismo, un autor que es hábil a la hora de indagar en uno de los tabúes de nuestra sociedad y que no es otro que el miedo a morir y el miedo a contemplar los nefastos efectos de una enfermedad en una persona que fue importante para nosotros: "Todo lo que conocemos se está volviendo polvo y azufre. Lo que sientes en tu corazón ya no lo sentirás más" (pág. 125).
Hipérboles y visiones estremecedoras contribuyen a ese carácter fractal del libro en el que Augusto Rodríguez reconoce que el lenguaje es inefable, que su origen está reñido con la incapacidad para nombrar aquello con que la propia naturaleza nos escarmienta. La enfermedad es una forma de escribir los recuerdos, de olvidar lo malo, lo que parece ajeno, pero que está unido a nosotros a través de la savia, la sangre, el gen.
Escribir y enfermar se abrazan en este Libro blanco como única posibilidad de escape, de liberación ante la incomprensión de por qué vivimos y de por qué hemos de morir: "Tal vez seremos la escritura rebelde que el agua no se lleva. O tal vez estemos condenados para siempre, a vivir como enfermos entre las cuatro paredes de este mundo". (pág. 73) Y, pese a esa condena, Callao no cesa.
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