No hay ciudad física, pese al título. Es la ciudad imaginaria. Una arboladura de recuerdos rurales que se entremezclan con difusas estampas de calles y habitaciones donde el desamparo, la soledad y la necesidad de reconocerse en esa grisura parecen confinar al autor al verdadero enmascaramiento de la poesía.
Su estilo es de una sobriedad inquietante. Luces y sombras que valoran la necesidad de la infancia como un recurso para invalidar la accidentalidad del presente y la incertidumbre del futuro. Pero tampoco se trata de una infancia feliz o idealizada; hay un severo realismo en todo aquello que se toca y se afina desde la mirada. Todo está perdido porque nunca se ganó nada y el poeta es una presencia invisible que transcurre por las lindes de la urbe y sus contornos boscosos.
La ciudad es una elegía, cuyo énfasis es la serenidad, un rastro de agotamiento, de contenida tristeza, en el que los objetos y algunas acciones son la consecuencia del resuello de una percepción inquieta de la naturaleza como umbral: un umbral que se abre a la ciudad, a lo desconocido, al vacío, a una distopía donde todo parece acabar y empezar al mismo tiempo.
Publicado por Bartleby, la edición de este trabajo inaugura una poesía singular que, sin entregarse a los derroteros surrealistas de los novísimos, intenta recuperar el valor de la memoria, pero esa memoria es la certeza de una imposibilidad: la imposibilidad de recuperar el tiempo perdido. De hecho, en la poesía de Diego Jesús Jiménez esa certeza se caracteriza por un crisol de sensaciones difusas donde el espacio y el tiempo son lastres más que exploraciones de un mundo por descubrir nuevamente.
Como certifica Manuel Rico en su blog La Estantería, se trata de un libro insólito,más cercano al clasicismo que a la vanguardia. Esa neblina que no nos permite distinguir la ciudad y el bosque, el presente y el pasado, la infancia y la senectud, es la síntesis conceptual de la propia razón de crear lo poético.
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