
El niño se puso en cuclillas. El sudor perlaba su frente y una baba le caía de la boca. Los herrajes colgaban de los cáncamos y, dentro de la cuadra, solamente quedaba el burro viejo. El perro corría en círculos alrededor del niño que no quería hablar con el animal como solía hacerlo siempre a la orilla del camino.

El padre había ido al pueblo en busca de pienso por la mañana. Aún no había regresado. No tardaría, dijo, y, sobre uno de los hombros, cargó con un hatillo mientras el niño jugaba con las bolas de vidrio que había de colar en el hoyito. El Mochuelo le ganaba siempre en la plaza y también cerca de los caños.
El sol pegaba fuerte. Eran las siete y el padre tardaba más de la cuenta. Las moscas zumbaban sobre la mesa donde se había derramado un vaso de vino. El perro sacudía la cola y el niño no lo miró más. Miró a la mujer, a la madre que gemía en el centro del patio. El charco de sangre empapaba la tierra. El niño tenía sed, pero aún no tenía las fuerzas suficientes para sacar el agua del aljibe.

El burro viejo golpeó con su hocico en una de las puertas.
El niño no sabía cómo llorar si el perro seguía dando vueltas, moviendo alegremente su cola de rata.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu Opinión es Importante, Deja Tu Comentario: