viernes, 28 de noviembre de 2014

Nikki Benz y Lisa Ann siempre llaman dos veces

Mi artículo en Mundiario sobre el cine porno.

Nikki Benz besando a Puma Swede.

   Y parecen felices cuando miro a sus ojos impávidos. Acatan las normas del juego. Ninguna rompe a llorar. Porque, en este tipo de shows, el hombre es siempre ese macho alfa que domina la situación y posee a la mujer como si fuese una res. En principio no hay víctimas. Nadie sufre. El porno es un lenguaje que dosifica el placer del espectador a través de monótonas técnicas y de argumentos de Barrio Sésamo. Me cuenta un amigo humorista que, sin twitter y sin el porno, no existiría Internet. Añade que el mundo de la interculturalidad es un camelo.

   El internauta consume porno, mucho porno. Y el porno despierta la mitomanía y el fetichismo que generan mucho merchandising. El porno es una válvula de escape para una sociedad que se deprime en la abundancia de víveres y en la comodidad de sus pisos de periferia. El porno es una industria con nombres y apellidos que ganan cada vez menos por la afluencia de descargas ilegales y páginas gratuitas, pero sus estrellas tienen más popularidad que cualquier actor o actriz de Hollywood. Nikki Benz, Amy Anderssen o históricas como Christy Canyon o Jenna Jameson tienen millones de búsquedas cada día. Más que Brad Pitt o Gwyneth Paltrow.

   Lo que me preocupa no es el onanismo patético delante de una pantalla, porque la masturbación es una propiedad creativa y fundacional en nuestra especie como soplar las cenizas en la madeja de yesca para encender fuego. Lo que me preocupa de veras es la escenografía, el vestuario, los complementos y el modelaje de las actrices. Todo es versallesco y preciosista, demasiado limpio, demasiado caro, demasiado capitalista. Las películas de Brazzers, por ejemplo, recuperan los interiores de Falcon Crest y Santa Bárbara para que copulen unos varones espartanos que jadean desconsoladamente mientras las muchachas, embutidas en sus corpiños de látex, pegan el chicle debajo de la mesa de billar y se dejan amamantar. Es el logro de la contracultura de Marlon Brando y Andy Warhol. Lo que importa es la presencia y el cuero. Porque el narcisismo y el placer son preferibles a la solidaridad y a la protesta. Y el porno como el consumismo es un ejercicio de soledad. Reducidos a la impresionable caracterización de hombres y mujeres que rompen el tabú de la educación marista, el voyeurismo se convierte en una industria en el que cada segundo se gana tres mil dólares y, en ese mismo segundo, 372 internautas buscan a Nikki y a Amy a través de palabras clave en Google.

   Leo en un ensayo de Laura Rival y Don Slater que lo que atrae a la gente es un ambiente sensual más que estímulos orgásmicos. No tengo claro que el sujeto sea consciente de la irrealidad de lo que consume cuando una mujer se somete al pene de Lex. Porque la pornografía sigue siendo esa utopía sin espacio y tiempo que adoctrina a hombres, a futuros esposos maravillosos y también a los maltratadores.
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Sobre los ángeles, de Rafael Alberti

Mi reseña en Mundiario sobre la poesía de la pintura y del silencio.

Frida Kahlo: Diario

   La dificultad del ejercicio literario en Sobre los ángeles (Cátedra, 1989) radica en buscar espacios de significado poético a partir de sentencias brevísimas, sintagmas y palabras que se suceden verso a verso con una fuerza semántica y expresiva que trasciende la propia naturaleza del lenguaje escrito.

  Hay una esencialidad pictórica en esa manera de componer el poema que nos traslada a una tradición oriental donde lo visual, lo perceptivo, lo significativo, por su cromatismo y por su abigarrada textura, implican una mayor emoción que la lectura meramente comprensiva. Siguiendo a Brodsky, quizá el misterio de lo poético reside en esa elevación de la palabra a otra realidad, mística, infranqueable al mismo tiempo que tangible. Los ángeles que enumera Alberti en su poemario son frescos en los que, por su descripción modernista y fatal, vemos reflejados vislumbres de una condición humana que es incapaz de superar la condena de la muerte, el lastre de la vida como un itinerario sufriente abocado a la desaparición: "Silencio. Más silencio./ Inmóviles los pulsos/ del sinfín de la noche/ ¡Paraíso perdido!/ Perdido por buscarte,/ yo, sin luz para siempre" (pág. 67).

   Como expresa C. Brian Morris: "En Sobre los ángeles, se ahonda en sí mismo, y las emociones y sensaciones y los recuerdos que transforma en poesía proporcionan la unidad que domina y modula sus distintas maneras de escribir. (...) Los personajes que actúan en Sobre los ángeles, desde los ángeles de la primera fila hasta las mujeres fanstasmales cuya presencia se intuye más bien que se ve, deben su existencia al poeta mismo y existen solamente para representar sus impulsos o emociones." (pág. 15) No tengo tan claro que los ángeles sean las diferentes voces del poeta, si bien es obvio que cada poema es una forma de decir por cada creador, pero considero que hay más preocupación estética y formal en la producción porque la coyuntura en los años que fue escrito lo exige: las vanguardias están presentes en muchos creadores españoles e hispanoamericanos. Por esa razón, el silencio y la capacidad de síntesis son tan determinantes como la intencionalidad sentimental de convertir el tono de sus versos en una elegía personal y biográfica.

   De hecho el fatalismo de los ángeles corresponde a su naturaleza bíblica, de luz y maldición. Lucifer o Luzbel es el ejemplo más significativo. Así, Alberti no escapa al intelectualismo. Su innovación es resultado de una fusión de tradiciones culturales con unas connotaciones pictóricas y cinematográficas recurrentes en versos como los que siguen: "Sola,/ sin muebles y sin alcobas,/ deshabitada./ De rondón, el viento hiere/ las paredes,/ las más finas, vítreas láminas./ Humedad. Cadenas. Gritos./ Ráfagas." (pág. 71).

   La sintaxis se reduce a frases nominales. Apenas hay subordinación y los predicados, en algunos momentos, carecen de verbos. Esta búsqueda de lo elemental convierte lo lingüístico en pictórico, pues cada palabra actúa en el poema como ese trazo en el lienzo. No hay discurso descriptivo; importa el estímulo, el impresionismo, el ritmo y ese halo nostálgico que desprende cada ángel dentro de su propio poema, lejos de su habilidad para intervenir entre los hombres, lejos de la fundación del mundo, ángeles que esperan a la muerte o que piden misericordia, testigos de la pérdida de los días, absorbidos por un pensamiento terrible: "De la mano del yelo,/ las deslumbradas calles,/ humo, niebla, te vieron". (pág. 79).
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Orografía y lenguajes del porno

Mi reseña en Mundiario sobre Nueve semanas y media, de Elizabeth McNeill.

Fotograma del film Nueve semanas y media.

   Considero la novela Nueve semanas y media (Tusquets, 2012), de Elizabeth McNeill, como un trabajo extraordinario de sobriedad poética por su carácter fragmentario, por esa capacidad de síntesis para describir los estímulos sexuales, la hipersensibilidad que causa la embaucadora percepción del otro. El otro es quien nos fascina, nos somete y nos empuja a explorar desconocidas sensaciones que interpretan el dolor bajo el aprendizaje de un placer contenido, inhibido aún por la dinámica de las convenciones.

   El morbo es un lenguaje y ese lenguaje está tratado con una sensibilidad que mide el pulso y las exhalaciones en los puntos y las comas. Frases cortas, concisas, cargadas de un contenido que nos involucra enseguida en el tratamiento febril de los cuerpos que se aman, atraídos por una extrema necesidad de superar los límites de la norma. El sadomasoquismo se convierte en esa manera de asumir la frustración, de sublimar la podredumbre de unas vidas demasiado corrientes. En algunos momentos, la película de Adrian Lyne, estrenada en 1986, logra ese efecto del lenguaje fragmentario que utiliza McNeill. La elipsis y la capacidad para sugerir trasciende el relato pornográfico porque no se trata de conseguir la excitación como un desahogo momentáneo, sino buscar en la escenificación de la liturgia que la fantasía domine el contacto físico y jamás se olvide.

   La violencia perturbadora que se aloja en las intenciones del varón son demasiado exigentes y arriesgadas para ella que, sin embargo, no desea una relación convencional basada en el afecto, en la confianza, en la madurez de dos personas que se conocen poco a poco. Ella abandona, huye, prefiere persistir en la turbación del recuerdo, en la memoria de esa humillación adictiva, excitarse con los restos que quedan de esas fantasías cumplidas, porque enamorarse puede ser la abolición de ese radicalismo, de esos rituales que describe en su diario como prolongación de esos orgasmos increíbles.

   Me encantó ese telón de fondo de los objetos en las habitaciones para reflejar el aislamiento de unos personajes que buscan su identidad en un mundo confuso. Objetos que definen la personalidad, la conducta indómita de quienes necesitan salir de la rutina para asegurarse que no son igual que los demás, que no solamente sobreviven en su trabajo, con sus amigos, en la familia. Ella quiere romper con ese absurdo narcisismo que eleva a la mujer a relaciones ideales propias del Cosmopolitan y él, desde la invención y el dolor, enciende por fin el celo de la joven hacia la vida. Hacia la escritura.

   "Hay un pequeño frasco de cola para maquillaje, con un cepillo sujeto a la parte interior de la tapa. Estoy perpleja: no soy capaz de determinar si la cola debe ponerse en el fondo de la barba y el bigote o en la piel.Finalmente, unto una capa fina en el forro, que parece de lona, y me coloco el bigote bajo la nariz. Me hace cosquillas; parece sacado de una representación de teatro preuniversitario y me pongo a reír ruidosamente". (pág. 96).

   "A veces me preguntaba, en abstracto, cómo podía el dolor excitarme tanto. (...), cuando el que infligía dolor era él, la diferencia entre el dolor y el placer se oscurecía de tal forma que los transformaba en dos lados de una misma moneda: sensaciones de diferente calidad, pero con el mismo resultado, igualmente intensas; ambos estímulos eran igualmente poderosos y capaces de excitarme" (pág. 105)

   "Cuando terminábamos de cenar, se iba a la cocina a lavar los platos y preparar el café -un café abominable, invariablemente-, que llevaba al salón en una bandeja: una cafetera, una taza, un plato, una copa de brandy. (Al mes de conocernos, aunque soy completamente adicta al café, terminé por pasarme al té)". (pág. 71).
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jueves, 27 de noviembre de 2014

Clasicismo y ritmos populares

Mi reseña en Mundiario sobre el disco Everything I Love, de Eliane Elias.


   De madre pianista, la música de Eliane Elias destaca por sus ritmos coloristas, afines a la bossa nova, sin dejar de lado la tradición pianística del jazz de las grandes orquestas. Everything I Love es un disco con un discurso heterodoxo donde la artista combina temas de gran virtuosismo en composiciones al estilo de Count Basie, pero aproximándose a los arabescos de Ravel o Debussy. A diferencia de Diana Krall, en Eliane Elias hay un apego continuo a la improvisación, a la ruptura, a crear efusivas melodías que se disipan en pausas largas, de gran contención afectiva. Como si en cada pieza tuviera la necesidad de condensar no solo la nostálgica visión de la vida, de cualquier vida, sino también el placer adictivo a la ebriedad que la música produce en nosotros.

   Todas las piezas fluyen con un sentimentalismo deliberado, pero, a la mitad de su desarrollo, los matices se tornan irónicos, incluso procaces; se encabritan para concluir en una serenidad que deja a la voz de Elias un espacio de evocación, unas susurrantes palabras que recuperan ese tono nostálgico del comienzo de piezas como Blah, Blah, Blah. Cada tema se convierte en esa efusiva celebración de nuestra existencia, pero también en un recuerdo de la frustración y de la pérdida como en They Say It´s Wonderful. Esa capacidad para la improvisación, que también subraya el tributo a lo popular dentro de cada tema, dota a este disco de 2010 de una imperecedera polisemia.

   Siempre que se escucha, asistimos a renovadas experiencias donde el talento de Elias confluye en el enriqueciemiento de nuestras experiencias vitales y esa reinterpretación es lo que demuestra esa forma tan personal de tocar el piano. Porque el genio de la artista en este trabajo no se aplica a la innovación o a la experimentación, sino a que nuestro espíritu presienta que lo vivido ha sido espléndido, que, pese a las adversidades, todo tiene un sentido que queda en esa intangible música como un doloroso hecho que debemos celebrar. Basta escuchar un tema como I Love You para regresar a ese verso de Alejandra Pizarnik: "Y aún me atrevo a amar el sonido de la luz en una hora muerta".
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Algunas claves del éxito de un manga histórico

Mi artículo en Mundiario sobre Dragon Ball, de Akira Toriyama.

Dragon Ball, de Akira Toriyama.

   Dragon Ball ha alimentado la imaginación de muchas generaciones de los ochenta y los noventa. Los que leíamos el Manga y, además, no faltábamos a la hora de emisión de los capítulos de dibujos animados comprobábamos que la fascinación que sentíamos por aquellos personajes estaba en su personalidad intratable, en su vulnerabilidad y en unos diálogos que se movían entre la ironía y sentencias apocalípticas.

   Hace poco volví a revisar algunos capítulos del Manga y constaté la inteligente forma de narrar de Akira Toriyama, especialmente en la planificación del relato. Las claves del éxito de estas sagas de Dragon Ball residen principalmente, al igual que tramara Georg Luckás en el caso de La Guerra de las Galaxias, en tomar como estructura de la historia la riqueza expresiva de las grandes epopeyas orientales y occidentales.

   Las constantes temáticas y expresivas que han hecho posible la perdurabilidad de los relatos míticos son las que se concentran en estos capítulos de Dragon Ball. Por ejemplo. 1) Existe un héroe de origen desconocido, cuya misión principal, a lo largo del relato será indagar sobre el origen de su estirpe; 2) El héroe existe porque existe una serie de antihéroes o enemigos a los que se tiene que enfrentar a lo largo de los episodios, una prueba más de ese rito iniciático que ha de superar para autentificar su valor y su fama; 3) El héroe tiene diversos maestros que le van enseñando técnicas y estrategias para el combate, así como consejos de naturaleza espiritual que le ayudarán a soportar los reveses de la adversidad; 4) Se persigue un Santo Grial que otorga la inmortalidad al héroe y ese objeto sagrado es el motivo de enfrentamiento entre ejércitos y comunidades.

   Estas características formales se encuentran en cualquiera de los relatos míticos de la Antigüedad, desde la saga homérica hasta las teogonías babilónicas. Por esta razón, Akira Toriyama nos presenta a Son Goku como un niño salvaje que, progresivamente, sufrirá una serie de transformaciones hasta convertirse en un superguerrero. Para lograr esa transformación, el héroe debe superar multitud de pruebas que conducen a la recuperación de doce bolas que otorgan la realización de cualquier deseo. Toriyama recrea así un relato fundacional del mundo y del universo donde el Cielo, el Infierno, lo límbico y otras constelaciones adquieren un valor simbólico de vida y muerte porque son los lugares emblemáticos donde héroes y antihéroes se realizan. La recreación detallada de los combates dota de un perfil de virilidad a los personajes que se convierte en un estímulo para la atención de muchos adolescentes. La comicidad en los diálogos y breves anécdotas en el transcurso de las historias relajan la tensión, aunque, según avanzan los capítulos, los combates se endurecen y la hostilidad aumenta porque los personajes del Manga van creciendo con sus lectores.

  Finalmente, se consigue una completa mitología de dioses y semidioses, encarnados en estos luchadores de artes marciales, que no distan de esas jerarquías teofánicas que cualquier religión presenta a lo largo de su historia. Lo asombroso es que Toriyama ha sido capaz de infantilizar y crear un mundo autónomo a partir de esa revisión de lo clásico, haciendo que las aventuras de Son Goku sean una paráfrasis irónica del Antiguo Testamento o del Gilgamesh. No hay nada nuevo bajo el sol, pero la serie es formidable.


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Cuando los pájaros se incendian y el río es una metáfora

Cartas a Marta, Mundiario


   Quedaron atrás los incendios y la devastación. Los leopardos duermen en las aceras. Deja que te acaricie por última vez mientras suena Cheek to cheek. Cojamos las flores y mojemos levemente estos labios junto al río ahora que nadie nos observa. Ven a sentarte conmigo y tal vez la escritura que tanto ansías surja de tu cuerpo con el mío. De tu boca contra mi boca, escuchamos las palabras fuego y glaciar. Y seguimos vivas. Y es cierto. Ya no te quiero como en aquel sueño donde la hojarasca del fresno nos hundía hasta el tuétano de la tierra.
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Querido Dios, confieso que me gustaba más Hannah Montana

Mi artículo en Mundiario sobre Miley Cyrus.


   Hannah Montana ha traicionado la infancia de mis hijos.

   Hoy acabo de tomarme el Anafranil y me siento con ganas de confesar, querido Dios, que Hannah Montana era la hija que todo ultracatólico quería. Era esa niña monina, con pelo largo y ondulado, con ojos llenos de brillantes cabriolas y con un desparpajo tan natural que Oprah Winfrey parecía una alumna. Hannah Montana era ese símbolo de la clase media donde cada travesura escondía la moraleja de un versículo bíblico, donde la América del psicokiller y de los restaurantes con caimán a la parrilla no existían. Hannah Montana era la América de los institutos con pasillos color a chicle y taquillas impolutas, lejos de las masacres de Columbine y de la música fatal de Marilyn Manson.

  El padre de Hannah Montana era un tío guapo, a lo baywatch, con vaqueros que marcaban paquetillo y una media melena que recordaba a esos actores porno de los ochenta. Hannah Montana era también la reina de la fiesta que a toda adolescente con espinillas y ortodoncia fascinaba, esa dancing queen que asquerosamente gana todos los concursos de belleza infantil en los colegios privados donde los profesores molan y son calvos. Como buen producto Disney, la madre de Hannah había muerto y eso nos encogía el corazón como en Nemo y en Bambi. Pero se jodió el invento y la novicia adolescente se ha transformado en esa copia mala de Britney Spears, en ese álter ego de Lady Gaga, pero con menos látex y cuero, en una alumna aventajada de la Madonna más provocativa, pero lejos del talento de discos como Erotica o Ray of light.

   Miley, reina de los selfies en las redes sociales, es un símbolo del consumismo choni cutre (piercings en lengua, calcomanías, tinte rubio platino y rapada de barbero de barrio) que no aporta nada a la música actual ni a la futura. Sus canciones tienen la misma base y la misma melodía que las de Disney, pero con letras de consejero matrimonial. La lista de productos como Miley es inmensa porque la sombra de Madonna es alargada: Keisha, Selena Gómez, Lady Gaga, Rihanna, Nicki Minaj. Todas parecen diferentes, pero son el mismo producto. Todas tienen ese aura de adolescente que llega a casa tarde, visten ropa antisistema de Dior y no escatiman a la hora de mostrar muslamen. Romances, robados, ligoteos y un fondo de armario lleno de escándalos ficticios alimentan su personalidad rebelde, una personalidad destinada a que su público infantil imite sus formas y vicios inventados. Así que las niñas de papá y algunos hijos mob consumen y consumen ese lifestyle made in America.

   Lo que más me preocupa es ese envejecimiento prematuro al que se somete a estas adolescentes, disfrazándolas como chicas del Bar Coyote y maquillándolas con Titanlux. Tacones de aguja para niñas de Bachillerato que acabarán posiblemente como pacientes de primera clase en terapias de grupo. Ejemplos no nos faltan.
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Mística en un documental

Mi reseña en Mundiario sobre La cueva de los sueños olvidados, de Werner Herzog.

Pinturas rupestres de la cueva de Chauvet.

   Pocos directores se han adentrado como Werner Herzog en el análisis de la condición humana, en la descripción de la creatividad más alumbradora y aquella que guarda el horror y el miedo más atávicos. Nadie como Werner Herzog para comparar la estética de una ópera de Wagner con las pinturas rupestres de la cueva de Chauvet.

  El documental La cueva de los sueños olvidados (2010) intenta explicar el origen de estas representaciones pictóricas con más de treinta mil años de antigüedad. En ese "intenta" comienza la fascinación porque lo que conmueve es esa forma poética que Herzog, sin perder su objeto de estudio, ejerce sobre la propia experiencia de la búsqueda. Lo ha hecho siempre en sus películas, pero sus documentales destacan sobre todo por esa profundidad literaria y antropológica con la que dota a la anécdota (Mi enemigo íntimo, Las campanas del alma, El país del silencio y la oscuridad). Así el misterio no es solamente lo que se revela, sino también la estrategia para revelarlo: voces en off, interdisciplinareidad artística, entrevistas, monólogos, música contemporánea y, por supuesto, unos planos meditados que nos sumergen en lo inefable, en una sensación de orfandad que nos aisla y nos permite comprender nuestra singularidad como especie y también nuestra ínfima consistencia en el cosmos.

  Como si en cada imagen hubiera, además de lo que se describe, alguna cosa misteriosa, increíblemente sobrecogedora que siempre se nos escapa. En ese embelesamiento de lo extraordinario, el cine de Herzog se convierte en una rara avis porque en su lenguaje se confunde nuestra empatía hacia la emoción del propio interlocutor con esa ficción que la técnica y las propias artimañas del cine proporcionan. Sus propuestas continuas sobre la incomunicación o sobre la belleza de lo inhóspito no dejan de ser metáforas de aquello que nos asusta de nosotros mismos: nuestra capacidad para crear el artificio que nos asemeja a los dioses y nuestra irracionalidad para persistir en el crimen o en el suicidio. 

La cueva de los sueños olvidados nos aproxima a la irracionalidad de la creación, a sus evocaciones simbólicas con las que el hombre ha ido evolucionando. La comunicación con los muertos a través de la pintura o el relato de la aventura a través de las sombras que la luz del fuego no disipaba en las paredes de la cueva son una mera representación de lo que sucedió. Y, a pesar del tiempo, nos parece extraordinario, rebelde en sí mismo por su autenticidad que atenta contra todo lo establecido. Porque el hombre que habitaba esas cuevas desapareció dejando su arte, sus emblemas, signos recónditos de una naturaleza impetuosa y de una búsqueda también, como realiza el propio Herzog, de un plano espiritual que lo protegiese. Un inspirado ejercicio que estaba predestinado a la admiración de los futuros hombres. Un emblema, escondido, en las profundidades de la tierra que explica la inefabilidad de la propia creación, la lucha del hombre contra las inclemencias, las que provienen del exterior y de un mundo mucho más íntimo e indómito. Sí, en efecto, podemos asegurar que la cueva de Chauvet está formada por millones de partículas invisibles que se conectan con el Universo que permite que yo siga escuchando a Wagner y dé por zanjado este escrito.

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Nicole Kidman, Noah Baumbach y los conflictos de familia

Mi reseña en Mundiario sobre Margot y la boda.

Nicole Kidman y Jennifer Jason Leigh.

   Con una forma de narrar que me recuerda al mejor Lars von Trier o a la Coppola de Lost in Translation, Margot y la boda (2007) es una reflexión irónica y trágica al mismo tiempo sobre las relaciones humanas. Noah Baumbach construye una serie de personajes que, desde el primer momento, destacan por su extrema sensibilidad y por una tendencia autodestructiva que también se refleja en un paisaje gris donde transcurre todo, envuelto en una atmósfera salina cuyo cromatismo es monótono y sin vida.

   Una luz crepuscular alimenta estas psicologías defraudadas con la vida, sin esperanza de que las cosas puedan mejorar en poco tiempo. Margot se presenta inesperadamente en la boda de su hermana y, desde ese momento, todo en el interior de la casa comienza a cambiar. Reproches, silencios acusadores, frases con doble sentido y una providencial revelación ponen en jaque los preparativos de la ceremonia. El desorden emocional de Margot, su rol de escritora que analiza las relaciones familiares y el lastre de su separación parecen contagiar a los impasibles habitantes de una casa en la que fingían vivir felizmente.

   Margot y la boda es una elegía a la pérdida de la identidad, a la frustración personal de mujeres y hombres insatisfechos con la vida que arrostran llegados los cuarenta, una tragicomedia con una dosis de realismo que conmueve porque el espectador sospecha inmediatamente de que nada va bien en esa relación aparentemente fructífera que mantienen las dos hermanas. Escenas costumbristas y la intervención espontánea de los hijos adolescentes dotan de verosimiltud a este relato intimista. La Kidman sigue siendo soberbia en esos papeles dramáticos que la alejan de sus fatales apariciones en películas de acción y llenas de convencionalismo. Y aquí paro.
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Dios es capitalista

Bienaventurados los compradores compulsivos


Mi artículo en Mundiario sobre el capitalismo.


   Me cuentan que han grabado una serie sobre la novela Gomorra, de Roberto Saviano. Una novela que le ha costado al escritor un exilio interior a causa de las amenazas de la mafia. La violencia y la ilegalidad se van convirtiendo progresivamente en objetos de consumo, perdiendo esa autenticidad marginal y maldita que tanto la caracterizaba.

   El mamading es un reclamo turístico como abrirse los sesos en el borde de la piscina. Las películas snuff, donde se viola y se mata salvajemente con un grado de verosimilitud que ya quisiera Takeshi Kitano, cuentan con millones de descargas. El rap, esa lírica que nació entre jonkis y chicos negros con aspiraciones a jugar en los Lakers, está forrando a decenas de discográficas. Las gorras con hojas de marihuana y esa camiseta que se caga en el sistema pronto alcanzarán el precio de las Nike Run Lunar. Los tatuajes, ese estigma tribal y ancestral que ponía en contacto el mundo de los muertos con el de los vivos en Komodo, viene de serie con muchos adolescentes pajilleros. Nada escapa al capitalismo. Ni los graffitis de Bansky que se subastan por millones de euros. Tenía razón el profeta Schumpeter. Moriremos de éxito y de aburrimiento, añado. Hasta Podemos se ha convertido en esa consigna de postureo político entre muchos estudiantes que suspenden Historia de España y Filosofía. Hasta la madre del Cuco fue a Telecinco a contar andanzas y desgracias de su hijo. Porque Telecinco es esa cadena que vende colchones mientras te cuenta las palizas de un skinhead y los asesinatos a mordiscos de la España profunda.

   Estamos vendidos. Porque la violencia, la morbosidad y la música de raperos tienen un precio como la muerte. Somos una marca que consume otras marcas y nuestro código genético es un número de tarjeta de crédito con el que compramos el crimen, la cultura y los viajes a Magaluf. El capitalismo es una decisión divina antes de que lleváramos la hoja de parra entre las piernas. De hecho, es Dios. Es el Universo que se expande hacia un capitalismo mayor. Dichoso el que consume, porque de él será el reino de los cielos. Hasta me han pagado más de una vez por criticar el capitalismo. No es miedo lo que siento, sino admiración porque el capitalismo te permite ser troskista como Chomsky y convertirte en marca antisistema para vender libros sobre el terrorismo de Estado y camisetas de Pou con la hoz y el martillo. Que nadie se lo tome a mal, pero, querido Dios, en otra vida, quiero ser Kiko Matamoros o Paulina Rubio. Porque yo lo valgo. Porque yo consumo.
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Una película de terror que pasará al olvido

Mi reseña en Mundiario sobre Hostel, dirigida por Eli Roth.


   De la mano de Tarantino, las dos cintas dirigidas por Eli Roth anunciaban una ruptura con los límites establecidos por la censura formal del cine americano. La superación del terror de Saw era el objetivo de este Hostel que tendía a ser una recreación de esas películas snuff que circulan por las redes sociales: grabaciones de asesinatos, crímenes y violaciones que, carentes de efectos especiales, se caracterizan por su enorme realismo.

   La historia, poco elaborada en el caso de los trabajos de Eli Roth en 2005 y en 2007, podría haberse subsanado con una dosis alta de tensión psicológica entre los personajes. Pero aquí no solamente falla el contenido, sino también la forma. La interpretación es poco creíble en algunos momentos y los psicópatas, apenas esbozados, nos recuerdan a demasiados clásicos. Roth podría haberle sacado mucho más partido a la ambientación y a la fotogenia de unas actrices poco conocidas, pero con un potencial interpretativo que se queda en los umbrales. El atractivo vampirismo que pulula a lo largo de los dos filmes se hunde cuando la violencia explícita aparece en esos sótanos del Averno.

  Lo claustrofóbico y la descripción de objetos para conseguir sumergir al espectador en la experiencia de la tortura son incompletas. Las acciones más violentas y escabrosas no aportan nada a otros trasuntos iconográficos que hemos visto en películas como Holocausto Caníbal o en Psicosis. De hecho, la crudeza de algunas imágenes no logra conmocionar porque no hay una previa descripción psicológica de la víctima con la que podamos empatizar. Hostel2 corrige algunos errores, pero infantiliza algunas secuencias que rompen con una concepción gótica y expresionista del género. Parece que las dos películas se contaminan de demasiados precedentes poco originales, aunque obtuvieran muchos ingresos en taquilla. Hay demasiadas coincidencias con la saga de Scream y con esas películas de los noventa dirigidas a adolescentes donde importa más el sexo y la violencia que la reflexión sobre la misma.

   La idea que inspira Hostel es perversa y no se aleja de muchas realidades culturales que desembocan en homicidios de un sadismo indescriptible, pero apenas explota ese origen social y psicótico de esos verdugos que pagan grandes sumas de dinero para hacer realidad sus fantasías más estremecedoras. Al final, tenemos una mezcla de otros referentes filmográficos que no terminan de cuajar. Así que a las películas de Hostel y Hostel2 les falta autenticidad, pues su lenguaje visual, su argumentario y sus personajes no responden a una perspectiva innovadora, ni siquiera mejoran esa tradición de la que beben sus rasgos temáticos y formales. Posiblemente, a diferencia de Los chicos del maíz o La matanza de Texas, estas obras formarán parte de ese crisol de películas de segunda que, pese a su presupuesto y a su potente marketing, serán carroña de cinéfilo.
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Exaltación y degradación en la fotografía de los famosos

Mi artículo en Mundiario sobre David LaChapelle.

Fotografía de Gisele Bündchen por David LaChapelle.

   Se ríen de sí mismos. Posan con irreverencia. LaChapelle sabe bien que el narcisimo de sus modelos es un horizonte de expectativas estéticas tan atractivo como su propio talento. Una actriz como Angelina Jolie no es solamente una actriz, sino también ese maniquí que, una vez fotografiado, puede convertirse en un mensaje polisémico. Sus diversos significados, intuibles, sutiles y marginales, en el arte de Chapelle, convierten a la Jolie o a la Bündchen en todo lo contrario a lo que significan dentro de la norma social. Una Jolie salvaje, adánica y sensual o una Bündchen que juega con fármacos para el adelgazamiento son esos significados polémicos y controvertidos que ironizan con la propia época de confusiones en las que vive el sujeto posmoderno.

   LaChapelle expresa la evidencia de las simulaciones en nuestras sociedades actuales, de sus falacias publicitarias y de los fingimientos para no mostrar al mundo quiénes somos realmente. La frustración personal al no lograr los objetivos diseñados por el éxito social se convierte en ese campo de investigación en el que los valores se invierten y el triunfalismo muda en decadencia. Los modelos de este fotógrafo muestran su lado más perverso, más frágil, más exultante en unos escenarios de un barroquismo decadente donde confluyen estéticas como el modernismo y el cubismo.

   La efímera filosofía de Warhol, que está siendo de las más duraderas, está presente en la producción de esos encuadres, en un cromatismo abigarrado y abusivo, mostrando la sensualidad de unos cuerpos que no dudan en exhibirse como gacelas heridas, como criaturas inocentes que son objeto de una experiencia orgásmica que se extiende al caos de telones, objetos, plataformas y habitáculos. Bizarras fotografías que nos recuerdan a muralistas como Diego Rivera. Un halo expresionista que carnavaliza el glamour y lo traslada semánticamente a otros espacios simbólicos que, pese a su provocativa escenografía, conservan una belleza tribal. Más cerca del infierno, sin duda.
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Cuaderno de Nueva York, de José Hierro

Algunas de mis reflexiones en Mundiario sobre el poemario de José Hierro.


No podemos evitar la analogía entre el poemario de José Hierro y Poeta en Nueva York, de García Lorca. Sin embargo, son concepciones poéticas muy diferentes de un mismo espacio. La obra del granadino es una cosmovisión inspirada en el asombro del surrealismo para reflejar con extrema crudeza la desigualdad y el individualismo. Lorca se sumerge como un nómada que encuentra todas las incertidumbres en una ciudad que, aparentemente parece expresar los aciertos de la modernidad, pero su realidad obedece a una segregación racial y económica irreparables.

En el caso de la obra de José Hierro, Cuaderno de Nueva York (editado en Hiperión) existe también ese sobrecogimiento que se traduce en una denuncia de las desigualdades en una ciudad que es referente cultural y mediático para cualquier artista, pero existe también la fascinación por lo novedoso, por los códigos que renacen continuamente en ese flujo de comunicación signíca que eslóganes, carteles, luces, ropa y edificios generan sin cesar. Hierro siente el pálpito de esa confusa e inextricable red de interconexiones y se deja conducir a esa violencia sumisa del hombre anónimo, receptor pasivo, que es incapaz de elegir ante la fuerza de tantos mensajes externos: "La ciudad borbotea: las burbujas/ revientan en la superficie.../ esa vieja de piel de cuero requemado/ que increpa a las estrellas.../ el músico harapiento que arranca con dos palos/ sonidos de marimba o de vibráfono/ a una olla de cobre...el que golpea/ con las palmas de las manos,/ a la puerta del supermarket,/ embalajes vacíos en los que dormitaban/ ritmos feroces de la jungla..." (pág. 17).

A diferencia de Lorca, donde la ciudad se funde en su propio magma de fauna insólita y podredumbre, José Hierro funda la ciudad desde su experiencia de hombre que ha asimilado duras experiencias en su vida y contempla Nueva York desde la melancólica enfermedad que no es otra que la pereza, el hastío y una protesta soterrada contra esas nuevos inventos de la modernidad que surgen a cada paso que da y que ya no lo deslumbran con sus prodigios: "La geometría de Nueva York se arruga,/ se reblandece como una medusa,/ se curva, oscila, asciende, lo mismo que un tornado/ vertiginosa y salomónica./ ¿Qué, quién es esta sombra, este chicano/ que en español torpísimo, filtradas,/ aterciopeladas sus palabras por el humo de la marihuana/ susurra rencoroso, mirándome sin verme,/ "ellos me han robado el idioma?" (pág. 20).

Esa actitud escéptica se expresa con metáforas donde es inmediatamente reconocible el efecto de exasperación ante lo que imagina una vez que la ciudad le recuerda todo lo que ha vivido. Cada elemento de esa arquitectura es un estímulo que Hierro percibe como presagio del futuro o como revelación de un acontecimiento anterior que lo ha marcado definitivamente: "El friso de Nueva York es majestuoso y geométrico/ es ahora jungla. Se retuercen/ los bloques impasibles, lo mismo que serpientes, me rodean, me envuelven; nos envuelven./ Tomo en mis brazos a la desconocida./ Mañana habremos vuelto cada uno a su tierra."(pág. 41). De hecho, Cuaderno de Nueva York no recurre a una concepción espectral o carnavalizada de la ciudad, sino que la alusión a "cuaderno" en el título expresa que Nueva York es el pre-texto que motiva otros textos muchos más descarnados, afines al registro de Hierro en los que el humanismo, lo telúrico y el recuerdo de la muerte son inseparables.

La ciudad es una brecha por la que emana toda clase de sentimientos que nada tienen que ver con esa angustiosa concepción lorquiana, sino con una manera de escribir a propósito de su padre, de la muerte de los suyos, de la música que ha inspirado tantos de sus versos: "Bendito sea Dios porque inventó la cabra/ --la cabra que rifaba por los pueblos--/ mucho antes que Pablo Picasso,/ con barriga de cesto de mimbre y tetas como guantes de bronce". (pág. 114) El culturalismo que respira entre sus páginas con referencias a Bach, Mahler o Ezra Pound y a formas clásicas como el soneto le devuelven la fe en la escritura. Porque la escritura es una forma de resistir siempre ante las transformaciones de los espacios donde la hiperestimulación está destinada a que todo hombre muera consumiendo: "Desisto de adentrarme en su recinto,/ no tengo fuerzas para celebrar/ la melancólica liturgia de la separación./ Sólo deseo ya dormir, dormir, tal vez soñar ..." (pág. 126).
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Un disco de jazz compuesto desde la música clásica

Mi reseña en Mundiario sobre Focus, de Stan Getz.


   De la mano del compositor Eddie Sauer, el prosaísmo de Focus se carcateriza por una eficacia feroz para atraparnos cuando, desde el primer tema hasta el ultimo, asistimos al relato de toda una vida reflejada en unos temas complejos, inspirados en un prodigioso trabajo técnico de laboratorio. Stan Getz consigue que nos emocionemos con dosis de una profunda melancolía y con continuas alusiones a una ironía compositiva que combina espontaneidad con planificación y ensayo.

   La nostalgia de algunos temas nos devuelve a esa fusión de clasicismo romántico con melodías innovadoras, llenas de filigrana, convirtiendo esta grabación en un trabajo maduro e irrepetible. Basta escuchar I Remember When. Lo mejor de Stan Getz en este disco es esa necesidad que tiene de contar experiencias con arrogancia y descaro en Once Upon A Time para luego detenerse en piezas con un trabajo orquestal muy elaborado (Her), con escasos visos de improvisación, rozando por momentos la música clásica contemporánea, desnudándose por completo para que el sonido del saxo nos llegue completamente limpio, puro, sin exageraciones, sin ese mosaico de impresiones confusas y devaneos que escuchamos en otros de sus trabajos.

   Stan Getz considera el jazz como un género no solo apto para la experimentación, sino también como un género donde nos disponemos a mostrar la arquitectura técnica de esas melodías eternas, pertenecientes a un tiempo de ficción, lleno de melancólicos recuerdos que nos embargan sin saber por qué. Quizá, porque la música de Stan Getz en temas como I´m Late, I´m Late o A Summer Afternoon nos acerca a esa memoria que conservamos, pero que somos incapaces de compartir a través de las palabras. Solamente el estimulante sonido de este saxo nos inclina a imaginar que tenemos aún toda la vida por delante y que todo lo vivido hasta ahora merece la pena. Amor y pérdida, atracción y luto. Algo cede en nuestro corazón para que esta música nos parezca intemporal.
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Vanguardia y sensualidad

Mi reseña en Mundiario sobre el disco de Caroline Henderson, Lonely House.


   La versatilidad de esta artista se muestra en el tratamiento de temas siguiendo las maneras de Anita O´Day o de ese burlesque que nos recuerda a la mejor Ute Lemper. Lonely House es un disco que mezcla diversas tendencias estéticas porque Henderson se siente muy cómoda en géneros que poco tienen que ver con los orígenes y evolución del jazz.

   El pop, sobre todo, y resonancias de un soul clásico forman parte de la producción de este trabajo de 2012. Un tributo a la opereta y al burlesque, así como melodías minimalistas en algunos temas como I´m a Stranger here Myself o Speak Low, definen este disco que guarda, sin embargo, una base clásica en su concepción. La improvisación apenas tiene cabida, salvo por esa atonalidad de algunos acompañamientos como en Ballad of the Soldier´s Wife, porque Caroline Henderson quiere experimentar con algunas oberturas, con abruptas transiciones entre los temas, pero sin grandes desafíos. Por un lado, no hay conjeturas, ni esbozos, ni búsqueda de otras posibilidades extremas en las canciones de este disco. Pero parece que la hay por los arreglos orquestales que ilustran su interpretación. Por otro lado, la repetición de estribillos y la reinterpretación de clásicos teatrales como Mack The Knife permiten que el conjunto de Lonely House sea equilibrado, pese a la novedosa presentación de estos temas que se alejan claramente de sus primeros trabajos. Recordemos Cinemataztic en 1995.

   Lo que convierte a Caroline Henderson en una artista camaleónica es que su habilidad musical no está separada de sus apariciones en cine y de sus directos. Así que, al igual que las grandes jazz singers, convierte sus trabajos de estudio en una prolongación de su sincero compromiso con el escenario. Si bien se echa de menos esos matices impostados de Diana Krall, Lonely House no nace con la predisposición a ser un disco de género, sino que ese jazz que Henderson explora arraiga, aunque parezca mentira, en la versión más elegante y refinada del pop. Tersas melodías, con algún riesgo en forma y fondo, para ilustrar una voz siempre apetecible.
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Lost in translation, de Sofia Coppola

Mi reseña en Mundiario sobre espacios que cambian nuestra vida.


   Las fronteras, las carreteras y esa descripción de los espacios urbanos, tan ambiciosa en el cine negro, convierten la ambientación en un factor psicológico que determina la conducta de los personajes, su actitud ante los conflictos y la evolución de unas vidas marcadas siempre por algún traumático acontecimiento. Basta recordar películas como La Jungla de asfalto, Ángeles con caras sucias o Vértigo. Todo parece espontáneo y fluido en el cine que nos cautiva y permanece en nuestra memoria, como si no existiese planificación ni técnica. Algunos directores actuales conservan esa inclinación de Curtiz o Houston, por ejemplo, y reconocen que la verosimilitud de una buena trama pasa por esa recreación en los espacios, más allá de la mera contextualización de los hechos que describe el argumento.

   En la película de Sofia Coppola, Lost in translation, los espacios determinan la evolución de la historia entre los dos personajes, Bob Harris, interpretado por Bill Murray, y Charlotte, a cargo de Scarlett Johansson. Las estructuras de la propia megalóplis de Tokio influyen sobre esa amistad que mantienen a lo largo de una noche hasta convertirse en una relación más íntima. Lo que consigue Coppola es que la estimulante descripción de avenidas infinitas, la masificación de antros y la soledad estéril de habitaciones de hotel se conviertan en el preludio de una revelación durísima para los dos protagonistas. Sus vidas están vacías y es, en la exploración de la ciudad, donde descubren esa sensación de acabamiento y de sonambulismo en la que sus vidas han desembocado. Bob es un actor famoso que visita Tokio con motivo de unas grabaciones publicitarias y Charlotte acompaña a su novio fotógrafo al que han encargado unos reportajes sobre la ciudad. Los dos se han acostumbrado a una rutinaria existencia sin ver más allá de las convenciones y las reglas en las que han creído ciegamente, reprimiendo unas ansias de vivir que mueven a estos personajes hacia otras formas de sentir el mundo mucho más exasperantes, sensuales y poéticas.

   El preciosismo cromático de la propia ciudad se combina con un manejo aparentemente espontáneo de planos y cámaras, lejos de la estudiada planificación de Las vírgenes suicidas. La directora nos conduce intencionadamente a ese extravío de los sentidos donde lo que percibimos de los lugares nada tiene que ver con nuestros entornos y costumbres, ni con la vida de esos personajes que se cogen de la mano y corren libres de sus responsabilidades. Una monótona exposición de anécdotas que progresivamente eleva lo cotidiano a una evocadora introspección sobre la mentira de nuestras relaciones, mantenidas por el oportunismo y el hastío. Lo que produce esa atracción entre dos personas de diferentes generaciones es la propia vacuidad de una metrópolis que se ha convertido en un no-lugar, donde el capitalismo y la enculturación ha transformado a la sociedad nipona en una sociedad europeizante, no europea, con una pseudoidentidad que opera entre el mestizaje cultural y férras tradiciones imperiales.

   En esa pérdida de la identidad colectiva, en esa afluencia de gentes que no se conocen y conviven sin ningún tipo de vínculo emocional dentro de oficinas, cafeterías y hoteles, los dos personajes confiesan sus preocupaciones. No tienen nada que perder. Apenas se conocen. No se volverán a ver jamás. Pero Tokio es esa ciudad que los desinhibe, que revela a cada uno de ellos su imposibilidad para comprender la vida de una manera más dichosa, sin el letargo de esa felicidad aparente en la que ambos han incurrido. Un síntoma elemental de nuestra sociedad de consumo en la que la clase media parece haberse detenido en un enclaustramiento emocional sin más aspiraciones que repetir lo que aprendieron de sus padres: compensar los fracasos emocionales con una vida cómoda y sin sobresaltos. Coppola nos transmite esa decepcionante aceptación de una existencia materialista antes que arriesgar con una existencia estética, basada en el sincero compromiso y en el deslumbramiento por lo imprevisible. Pero los seres humanos somos capaces de engañarnos a nosotros mismos con tal de no arriesgar para no perder nuestro estatus.

   Los espacios inéditos, bajo el anonimato de una superpoblación que choca con ellos a cada paso, convierten ese tiempo mínimo en una anagnórisis donde el momento de mayor pasión y felicidad se condensa en un beso final que también es la traducción de una dicha improbable e inalcanzable. Cada uno de ellos volverá a sus rutinas y fingirá. Antihéroes que intentarán sobreponerse a esa revelación en una ciudad que continuará inmersa en signos hiperestimulantes una vez que regresen a sus hogares. Quizá la maestría de Coppola es que invita al espectador a que haga la prueba, a que desaparezca del entorno en el que se maneja, y descubra quién es en realidad. Inmerso en el laberinto de Minos, para cualquiera de nosotros esa respuesta puede ser terrible.
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Vampirella

Mi reseña en Mundiario sobre la heroína de un cómic que nació dentro de la cultura underground.


   Guionistas como Eric Trautmann y dibujantes como Wagner Reis y Walter Geovani han retomado el mito underground de Vampirella en nuevos tomos de novela gráfica. No cesan de publicarse continuas revisiones de personajes femeninos como Red Sonja, Wonder Woman o Power Girl con la intención de seguir explotando ese arquetipo sensual y seductor dirigido a adultos. Bajo la presión de un mercado cada vez con más sagas según se agotan colecciones y series, Vampirella es ese mito esotérico que nace de la reinterpretación de la literatura de vampiros y de la liberación sexual que encarnaban las mujeres provocativas de Russ Meyer allá por los ochenta.

   Vampirella recrea esa fantasía erótica que describe a estereotipos femeninos que se mueven entre la independencia social y el exotismo de una sensualidad vinculada al erotismo más cinematográfico de Tura Satana o de directores como Tinto Brass. Legendarias publicaciones como Creepy, 1984 o Eerie continuaron con esa línea de expresión de lo femenino a lo largo de muchos años, enfatizando esa dimensión astral, mística y, en ocasiones, belicista de la mujer amazónica, una recreación terrenal de esa diosa homérica que usa su sensualidad como artimaña para conseguir fines de naturaleza filantrópica. Porque Vampirella o Red Sonja son personajes que rechazan su naturaleza mistérica para realizarse como mujeres de carne y hueso. Ansían la naturaleza mortal por su autenticidad.

   El relanzamiento de Vampirella a cargo de Trautmann y Reis en Panini Comics no destaca por su brillante historia. De hecho, peca de infantilismo y no escapa a muchos de esos volúmenes y cómics de grapa para adolescentes que se publican mensualmente con argumentos simplistas y previsibles. Lejos del trazo original de Tom Sutton, el dibujo de Neves y Reis es atractivo, detallista, porque interesa llevar a cabo la versión explícita de una sexualidad neumática, afin a cuerpos fitness y chicas Playboy. Así que la calidad gráfica de algunas viñetas supera en Corona de gusanos, por ejemplo, el contenido del guion.

   Sin embargo, el mito atrae aún por ese malditismo vampírico, por conservar, hasta en su vestuario, ese aura marginal de lo underground que rompe con todo idealismo de una belleza sensual inalcanzable. Vampirella es terrestre, una mujer que, sin pertenecer a contextos urbanos, se mueve en ellos por una justicia social que es metáfora de una liberación personal y espiritual. Esa liberación está condenada al fracaso cuando el propio personaje, como cualquier otro superhéroe, reconoce que su vida está lejos de la rutinaria vida de cualquier mortal. Y el mito, aunque en decadencia, sigue formando parte de una bibliografía pendiente de revisión. Publicaciones como las de Panini actualizan la concepción cultural de la mujer vampiro que tantos ejemplares vendió a lo largo de los setenta. Por algo será.
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Fabrice D´Almeida analiza el origen del nazismo

Mi reseña en Mundiario sobre El pecado de los dioses, de Fabrice D´Almeida.

Propaganda nazi.

   El ensayo de Fabrice D´Almeida (Taurus, 2008) es una interesante reflexión sobre los vínculos que la alta sociedad alemana mantuvo con el nazismo para construir esa idea de Estado pangermánico que condujo a Europa al desastre. La obra no se caracteriza por una sesuda revisión historiográfica de esa situación social, sino que nos acerca de una forma divulgativa, eminentemente pedagógica, a la financiación económica del nazismo y al apoyo social e institucional que tuvo la élite política y militar hitleriana. Se niega, por tanto, esa idea mítica de que la principal base ideológica y política del régimen fuese el pueblo. Lo que, en principio, puede ser una carencia en el trabajo de D´Almeida se convierte, según vamos leyendo, en una manera excepcional de contar los hechos siguiendo un planteamiento deductivo, lleno de anécdotas que, finalmente, como mantendría al antrópologo Geertz, conducen a esa densa descripción que justifica la evolución de los cambios sociales en cualquier comunidad.

  Destacaría cuatro aspectos temáticos en los que profundiza el autor y que matizan tesis ya consolidadas dentro de la historiografía de la Europa del siglo pasado: 1) El nazismo no responde solamente a un apoyo exclusivo de una clase determinada, sino que su estructura organizativa se debe a la mezcla de diversos estamentos que posibilitan que este nuevo orden se convierta en una ideología admitida por todos. Tanto la alta sociedad como las clases medias dejan que esa ideología gobierne sus costumbres y sus creencias ancestrales; 2) La propaganda se convierte en el mecanismo de difusión de esta ideología con una planificada maquinaria que recibe ayudas económicas de elites empresariales afines al credo del Führer; 3) Los fastos y los lujos entre diplomáticos y altos mandos nazis es revelador y se aleja de esa imagen de socialismo nacional preocupado por las condiciones laborales de los obreros alemanes; 4) Existe un desarrollo de costumbres cortesanas que, en el trato social, nos recuerdan sobre todo al feudalismo. Las ampulosas epístolas que Hitler escribe a compañeros y personalidades de la nobleza, celebraciones de onomásticas con ambientación versallesca y regalos generosos a condes, empresarios y monarcas son ejemplos significativos de esa manifiesta vinculación entre el nazismo y la más retrógrada representación de la aristocracia alemana.

   Se comprueba así que el nazismo sostiene su poder económico y social a través de una red de corruptelas que contradicen su propia ideología. Con ese ejercicio de cinismo en el que prevalece el afán de la conquista y el exterminio de los judíos, la alta sociedad y gran parte de la burguesía niegan los oscuros movimientos del nazismo y muestran una complacencia inusitada hacia ese mito del Führer que se va construyendo en Europa bajo la pasividad de intelectuales y empresarios retribuidos constantemente.
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Poesía, piscodelia y murmullos monocromáticos

Mi reseña en Mundiario sobre el disco Sea Change, de Beck.


   Psicodelia es traducir bajo el delirio y los antojos de la ensoñación ese mundo cambiante en el que estamos inmersos. Una característica común en esa música de Beck que apura al máximo los límites y estructuras del folk y del rock con el fin de desarrollar un mundo personal que lo distancia del común de los mortales.

  Sus elaboraciones son siempre paradójicas, pues su hipnótica voz, ligada al country, apenas se esconde de ese fondo de cellos y violines que nos induce a un narcotizante letargo según avanzan los temas, algunos con una intencionada estructura minimalista para crear ese efecto. Su últimod disco, Morning Phase, recupera reminiscencias de este Sea Change, un punto de inflexión en su crecimiento que Beck necesitaba para demostrarse a sí mismo que no es un producto de imitación, canjeable por otros músicos de su tiempo, sino que, detrás de ese talento, hay una voluntad consciente de mutar para competir consigo mismo. Sobrevivir solamente para buscar la belleza de las cosas lejos de las influencias de moda y de las presiones del mercado. Los temas de Beck concentran toda su energía en describir aquellos espacios de soledad donde seamos capaces de visualizar recuerdos que siempre nos emocionan.

  La herencia del country, de un grunge almibarado (no me gusta esta antítesis) y ese genuino folk que se desprende del virtuosismo de las cuerdas construyen esos momentos de calma tensa desde el principio del álbum, como si, en esa envoltura formal de temas como Guess I´m Doing Fine o Little One, las letras de Beck hirieran en lo más profundo de nosotros antes de devolvernos a la superficie donde todo sigue igual.

  Pero todo ha cambiado y, cada vez que escuchamos canciones como Round the Bend o Already Dead, parece que aquello que tanto deseamos deja de tener importancia. La vida transcurre, dentro de esas lindezas sinfónicas, como el sueño de ese hombre que crea su propio mundo, sus propias gentes, sus propias ruinas para habitar eternamente. En efecto, como en tantos relatos de Jorge Luis Borges.
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Una decepcionante secuela del cine de terror

Mi reseña en Mundiario sobre El retorno de los malditos.



   Esquemática, sin profundidad en el desarrollo psicológico de los personajes, la secuela El retorno de los malditos (Las colinas tienen ojos 2) defrauda a cualquier amante del género. No sé si lo llamaría perder el tiempo a lo que hice anoche cuando decidí proyectar la película en mi salón. El resultado se aleja mucho de aquellas escenas cruentas, marcadas por un severo abuso de la violencia que caracterizó a Las colinas tienen ojos, estrenada en 2006, y dirigida por Alexandre Aja.

   En este caso, el trabajo de Martin Weisz no aporta nada nuevo al imaginario de Wes Craven, a esa rentable forma de describir la lucha por la supervivencia en un desierto custodiado por mutantes caníbales. La cinta es superficial porque el espectador, conocedor de la historia, espera mucho más, aunque el esquema de acción de estas películas sea siempre el mismo: asesinatos en quirófanos de ultratumba, secuestros, persecución, liberación de algunas víctimas y final abierto por alguna coda previsible que anuncia nuevos episodios.

   Sin embargo, El retorno de los malditos peca de escasa tensión en las secuencias más sangrientas y de un desarrollo que está más empeñado en resolver el conflicto, que, en esa recreación de la violencia psicológica o en la descripción de escenarios inéditos y espeluznantes. Lo que hace Weisz es aprovechar el tirón de taquilla de la película de 2006 para estrenar un año después una secuela llena de tópicos manidos, de sustos previsibles y con escaso minutaje invertido, no sólo en la perversión, sino también en escenas de lucha cuerpo a cuerpo. Escasa sensualidad en ese equilibrio entre desnudos femeninos y masoquismo que ha definido a tantas sagas, claustrofóbicos contextos de poca grima y unos diálogos nimios que apenas no desfinen los miedos, rencores o esos relevantes aspectos biográficos que estigmatizan la condena de unos personajes que se sienten observados por un depredador instintivo. Nada que ver esta cinta, que tiene a los militares como protagonistas, con el suspense de una legendaria Depredador o de ese Alien II que sigue ganando adeptos. Una pena. Espero que este fraude no tenga relación con ese infantilismo que está descargando de fuerte emotividad psicológica al cine de terror actual, aligerándolo de mayor elocuencia narrativa en aspectos psicológicos de los personajes, que aquí, en El retorno de los malditos, apenas están esbozados.
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Muere Lauren Bacall

Mi artículo en Mundiario sobre la diva de las películas de Hollywood con mejor literatura.


   Ha muerto Lauren Bacall. Y, sin embargo, hoy amanece en Cayo Largo.

   El malditismo en algún momento se apoderó de Lauren Bacall. El malditismo es esa forma de vivir al margen de las normas y Lauren Bacall, sin caer en los delirios ni en los excesos del star system hollywoodense, emprendió su carrera bajo el compromiso artístico e intelectual de directores y guionistas de toda una generación perdida, cuyo talento alimentó de la mejor literatura el cine americano.

   Lauren Bacall pertenecía a esa estirpe de actrices que, desde Carole Lombard hasta Bette Davis, había dotado a la interpretación de una severa impostura, encarnando personajes de una tensión dramática significativa, acorde a ese sustrato literario que cintas como Cayo Largo o El sueño eterno exigían. Su personalidad marcaba al personaje y, con esa mirada felina, embriagada por el aura de su propia fragilidad que, en ocasiones, se tornaba dura e indestructible como en Tener o no tener, la Bacall representaba a un arquetipo de mujer que se había hecho a sí misma en el desarraigo, administrando su talento en apariciones escuetas, pero de una trascendencia solo comparable a Joan Crawford. Había superado los prejuicios de toda una industria que, a finales de los cuarenta, ya buscaba modelos pin-up para su mejor cine: Ava Gardner, Kim Novak o esa estupenda Lana Turner.

   Pero la Bacall es más que todo eso. Su físico es el enmascaramiento de una voz cavernosa, espectral, de una pose estudiada para mirar al espectador con desafiante seducción. Tras esa frialdad consumada en cada movimiento, existe una invitación al ensueño, una provocación sutil que nos embelesa porque, en El sueño eterno, Vivian es esa mujer que escrutamos con intención para que nos revele todos sus secretos, pero nunca lo conseguimos, porque el juego de la Bacall es mostrar, a través de su interpretación sobria y contenida, todo lo que su cuerpo, portada del Harper´s Bazaar, le niega. Su físico hierático al mismo tiempo que infinitamente sensual es adictivo. Facciones marcadas, pero con un noble magnetismo que movían a personajes como la Flaca o la viuda Nora entre la candidez y un carácter voluble e instintivo.

   La Bacall fue esa joven judía del Bronx que se opuso a la caza de brujas junto a quien entonces era su marido y compañero en repartos memorables, Humphrey Bogart. Una actriz que, como la Hepburn, quiso rebelarse contra el pazguato conservadurismo de muchas productoras sin renunciar a su belleza angelicata en guiones que provenían de genios narrativos como Faulkner.

   No puedo imaginar la literatura de la Generación Perdida sin la presencia de la Bacall, como si su figura fuese esa invisible presencia que observo atravesando las lúgubres estancias que cita Chandler. Lúgubres estancias tras las que aguarda su Marlowe impasible. Lauran Bacall nos deja con ese desvelo que tanto nos inquieta. Las diosas también mueren. Pero ella nos ha prometido que se puede vivir siempre. En el sueño eterno. Y, por desgracia, aún no sé silbar, queridísima Lauren.

   Y, sin embargo, amanece todavía en Cayo Largo.
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Manga, zombis, senos, tradición ecchi y violencia

Mi reseña en Mundiario sobre el cómic High School of the Dead.


   Lejos de la influencia estética de legendarios cómics como Battle Royale o Dragon Head, Apocalipsis en el instituto (High School of the Dead) es uno de esos fallidos intentos de crear otra saga sobre guerras civiles entre humanos y muertos vivientes. El mayor desacierto de este cómic es que el preciosista dibujo de Daisuke Sato se distancia de ese trazo expresionista que deben plantear esbozos más verosímiles, menos idealizados, para un argumento de esta índole. Así que nos encontramos un dibujo Manga, en la línea de publicaciones como Hentype, que, en algunos momentos, es excelente y lleno de detalles escabrosos, pero que no rompe con ese trazo armónico que sigue recordando demasiado a Disney. Con ese efecto ya se diluye la tensión dramática que necesita un guion, cuya intención es expresar terror, suspense y momentos estremecedores en el desarrollo de la historia. Es cierto que Crossed o Los Muertos vivientes han puesto el listón muy alto, pero quizá un cómic japonés que quiera alinearse en esta tendencia de necrófagos y tensiones humanas debería haber optado por esos inolvidables ejemplos que combinan extraordinariamente mito y modernidad: Akira, Dragon Head, GANTZ.

   El argumento de Apocalipsis en el instituto tampoco entusiasma porque reproduce escenas y escenarios ya rentabilizados en demasiado cine gore y en tantas cintas de Romero. Podría ser un aspecto positivo ese tributo al género, pero los diálogos y la caracterización psicológica de los personajes se ciñen al Manga para adolescentes más superfluo y comercializado. Parece que los Sato no han querido arriesgar.

   La exuberancia de los cuerpos femeninos, de acuerdo a la estética ecchi, es uno de los reclamos en esta edición del Manga que enfatiza la comicidad de algunos encuentros. Esa muestra intencionada de atributos femeninos "mastodónticos" tampoco parece tener importantes repercusiones en la historia. Un erotismo poco sutil basado en glándulas mamarias hiperbólicas y en cuerpos fitness que resulta poco creíble en el contexto apocalíptico que se quiere expresar. La intención irónica tampoco es demasiado eficaz con esa hipersexualización de las féminas, cuando estos jóvenes de Bachillerato luchan como avezados samuráis por sobrevivir al caos de una pandemia zombi. GANTZ consiguió desde el primer momento ese equilibrio entre mujeres de pechos rebosantes y una historia que atrapaba por su forma de arriesgar en el contenido y en la estética.

   El Anime de Apocalipsis en el instituto sigue los mismos derroteros y, aunque actualmente la publicación del cómic se encuentra paralizada por problemas en el contrato con los dibujantes, no sabemos qué otras peripecias hubiera seguido esta historia, bastante insustancial hasta el último tomo editado. Todo parece indicar que no hay nada nuevo bajo el sol. Que, después de la crudeza y del realismo de Los muertos vivientes, un legado antropológico sobre la supervivencia humana a modo de ficción gráfica, es difícil superarse por mucha teta que los Sato dibujen en un cómic que, si hubiera meditado más en el argumento, quizá habría merecido otro trato entre algunos fanáticos del Manga como un servidor.
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Elegía a una época de rebelde juventud

Mi reseña en Mundiario sobre las fotografías de Yougo Jeberg.

Fotografía de Yougo Jeberg.

  Una sensación de eternidad que se consume lentamente conforme retiras la mirada de esos encuadres. Azarosos encuentros entre jóvenes que acusan la nostalgia de unos espacios inmersos en una luz amarillenta que no anuncia ni el día ni la noche. Plasma de claridad que los envuelve en una turbadora sedación, en un duermevela donde otras visiones que no conocemos parecen extenuarlos. Jóvenes ebrios de esa momentaneidad irrepetible desaparecen en la inmensidad de aparcamientos y dunas. Sus cuerpos acaban por hundirse en la resonancia de una incandescencia cuyo origen ignoramos.

   Todo es liviano. Sucede que los trabajos de Yougo Jeberg me recuerdan tanto a los de Diana Airbus y Daido Moriyama. Al observar cada fotografía, sé que que yo viví esas mismas circunstancias que embriagan a los protagonistas. Las historias nos suenan y es dichosa esa vida que se describe, con más olvido que preocupaciones.

   Felices glorias de unos antihéroes frágiles, endebles, aún asombrados por la belleza de la carretera y de los backstages que esconden esos escenarios que, sin darnos cuenta, nos exploran desde su inerte simbología: gasolineras, picnis, estanques, columpios, playas al atardecer, aparcamientos. Sensaciones que se disgregan aparentemente cuando cada foto de Yougo Jeberg aparece ante nosotros como esa experiencia perdida y que luego recuperamos con ansiedad, porque no somos nosotros quienes habitan esa luz enojosa, ese pálpito de breve eternidad. Porque esa experiencia alguna vez se repitió en nosotros y no queremos aún deshacernos de ella.

   Nostalgia. Necesidad de regresar al lugar en el que los jóvenes se desnudan para ausentarse del mundo, siempre bajo un recelo de luz pacificadora. Con esa concentración de energías que se produce cuando es enunciado el cuerpo, se alinea el deseo sensual de participar en la orgía de tantas miradas inquietantes que se cruzan. Una orgía de abatidos maniquíes que esperan a que el crepúsculo los sumerja en su absoluto vacío, a diseminarlos en la antimateria, a llevarlos de la mano hasta un acelerador de partículas para que, a la máxima velocidad, vuelvan a colisionar con nosotros. Nosotros, que no somos más que imágenes continuamente reflejadas sin intención a cada paso. Restos de seres ambulantes que envejecen, extractos de algún texto sagrado que nos evoca junto al polvo lunar. Yougo Jeberg, háblanos del cielo.
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Roberto Saviano y Lo contrario de la muerte

Mi reseña en Mundiario sobre dos relatos sobre los invisibles.

Fotografía de José Gálvez Pujol

   Saviano no es un escritor de ficción literaria, sino que la calidad de su estilo se comprueba en esa fusión de documentación histórica y pericia narrativa a la que nos tiene acostumbrados en CeroCeroCero o Gomorra. Sin embargo, estos ejercicios literarios que presenta la editorial Debate en Lo contrario de la muerte demuestran que la eficacia literaria destaca por encima de esa realidad social que Saviano pone continuamente en crisis.

   Gomorra sobrecogió por aquella estructura caótica y por aquella brillante mezcla de periodismo y novela negra que nos recordaba al mejor Mailer. En CeroCeroCero también lo consigue, si bien predomina nuevamente lo ensayístico sobre el artificio. Así es la escritura de Saviano: una estrategia para investigar escenarios culturales que consiguen transformar la personalidad. En el caso de los dos relatos de Lo contrario de la muerte, Saviano insiste en el problema anómico de las guerras y en el debate filosófico de su legitimidad. Pero lo literario está más marcado que en sus obras más conocidas. En Regreso de Kabul, por ejemplo, los pensamientos de Maria reflejan la inutilidad de la guerra cuando la muerte de su prometido trunca todo proyecto de futuro. Los sentimientos contradictorios entre la responsabilidad moral y los intereses privados del individuo se convierten en el trasunto liteario de una expresividad concisa, regida por mínimos detalles descriptivos. Sin duda, una letanía que nos conmueve por su pulcra elegancia y su traumático mensaje para crear ese espacio de debate en un lector que se aproxima a este autor con el interés de descubrir la antimateria de una realidad mediática que parece olvidarse del origen de muchos conflictos internacionales estancados: “Los periódicos no quieren fotografías de las jornadas cotidianas transcurridas en el frente. Patrullas, niños en brazos, piernas colgando sobre los blindados, gafas de sol y metralletas. Todo demasiado visto o simplemente la cotidianeidad de unas guerras que no deberían resultar cotidianas a nadie.” (pág. 22).

   Saviano se consolida como un discípulo de Ryszard Kapuscinski, pues su estilo presenta demasiadas analogías con la crónica literaria de Un día más con vida que versa sobre el fin del colonialismo portugués en Angola tras la revolución de los claveles. El segundo relato de Saviano, El anillo, se detiene en otro escenario cultural que el autor ha investigado meticulosamente, la mafia. Concretamente, ficciona sobre la habilidad de las mafias para deshacerse de sus cachorros una vez que ya no son útiles. Con el pretexto de una boda, el narrador se adentra en la perdición de jóvenes traficantes que buscan dinero fácil, condenados a morir si las cosas se tuercen lo más mínimo, cabezas de turco entre los clanes mafiosos cuando su rol de traficantes y matones caduca por algún error o chivatazo antes de tiempo.

   Funestos escenarios en los dos relatos que nos conducen a esa recurrente moraleja de que el mal es congénito e incorregible, aunque la gran mayoría de los ciudadanos, invisibles en los medios, ausentes y olvidados tras las tragedias, deseen vivir dignamente: “Asesinados. Inocentes. Muertos que al día siguiente no ha recordado ningún periódico nacional. Ningún telediario, ninguna emisora de radio. Mudos en la izquierda, en la derecha, en el centro. Todos mudos. Habían nacido en la tierra de la culpa. No podían llamarse inocentes.” (pág. 93).
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Splice, de Vincenzo Natali

Mi reseña en Mundiario sobre un film que recuerda lo mejor de la ciencia-ficción.

La modelo Delphine Chanéac da vida a Dren en Splice.

   Splice. Experimento mortal es una de esas secuelas respetables que rinde tributo a toda la tradición del cine de ciencia ficción más elocuente e influyente: La mosca, Alien, La Cosa o Species. Sin ninguna innovación dentro de la trama argumentativa, a diferencia de aquella interesante Cube del mismo director, Vincenzo Natali, Splice retoma ese rentable debate sobre los límites de la ciencia.

   Un flojo Adrien Brody (Clive) y una aceptable Sarah Polley dan vida a dos ingenieros genéticos que están experimentando con nuevas formas embrionarias para conseguir enzimas y proteínas de uso comercial. El conflicto entre los dos cerebritos comienza cuando Elsa decide inseminar uno de sus óvulos en una de las criaturas informes con las que trabaja. A partir de aquí se desarrolla una serie de acontecimientos más que predecibles que podrían haber llevado a Splice al baúl de los recuerdos. Pero no es así y, aunque parezca una boutade, son los efectos especiales los que nos cautivan en esta película de tal manera que estamos pendientes del desarrollo de la aventura solamente por ver las apariciones inquietantes de ese híbrido humanoide. Desde un simple roedor, Dren evoluciona rápidamente hasta convertirse en un bello espécimen con una inteligencia emocional que se mueve entre los afectos más entrañables y una violencia puramente instintiva. El mito de Prometeo y referencias a Pigmalión no escapan al argumento que está más pendiente de revelarnos la proeza del diseño genético de Dren y sus acciones que de construir un relato apetecible por su mensaje o por los conflictos de sus protagonistas.

   Problemas de presupuesto para conseguir la excelencia de esta criatura inédita, apartaron la realización de la película durante algunos años. Una fantasía personal del propio Natali que investiga sobre los mundos posibles dentro de la ciencia y sobre la ficción más verosímil que viene, en este caso, apoyada por la colaboración de Guillermo del Toro, del que ya conocemos mucho para habérselas con criaturas del Averno. La película destaca, además, por una atmósfera claustrofóbica que exaspera en momentos álgidos del film, pues Dren tiene que ser escondida en lúgubres espacios para que este milagro genético no sea descubierto por el resto de científicos.

   No obstante, esta trama previsible se desmorona según pasan los minutos y aún más al final de la cinta, cuando las metamorfosis de Dren se precipitan y todo acaba en la típica peli de serie B con persecuciones que rozan lo cómico y asesinatos sistemáticos que tantas veces hemos comprobado en películas de este género. Ese final abierto, semejante al de Alien. El regreso o al de Species, no es nada turbador por su esperado desenlace.

   Sin embargo, el interés artístico de la película radica en esa capacidad creativa que Hoban y Natali han conseguido con ese posible eslabón perdido, conscientes de que nos rodea una naturaleza poliédrica que muta constantemente. Maquillaje y efectos especiales transfiguran a una atractiva Delphine Chanéac en una criatura hipnótica que cada vez que sale en pantalla nos desconcierta y nos hechiza.
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